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¿Las Fallas son de derechas o de izquierdas?

Convertidas en fiesta y representación de lo valenciano por antonomasia, las Fallas -con mayúscula, por favor- resultan del todo indiscutibles. Ello no obsta para que muchos valencianos se evadan de las mismas, que lo cortés no quita lo valiente, pues una cosa es sentirse valenciano y vibrar con el imaginario fallero, y otra aguantar el caos y la ocupación por miles de turistas que incomodan lo suyo el devenir cotidiano de la ciudad.

Quienes se van, en cualquier caso, deben dar también las gracias a las Fallas, pues gracias a ellas los valencianos gozamos de vacaciones en temporada baja y podemos viajar sin tumultos por el ancho mundo o, también, alrededor de las fronteras falleras que se diluyen en cuanto se traspasan los límites de la provincia.

El sempiterno problema de las Fallas es otro, el resultado de que a ningún poder político y/o administración pública se le ha pasado por la cabeza poner orden y concierto en este universo festivo. Se hace lo suyo, pero haría falta mucho más para que la mayoría de los habitantes de la ciudad cohabitasen con las Fallas, todo un desiderátum visto lo visto, un imposible tratándose de unas fiestas que atraen ya a demasiadas personas y que nadie se atreverá a cortar por lo sano.

Dejémoslas pues que fluyan, que los hosteleros hagan su semana grande y que los policías y bomberos municipales se peguen la paliza del año -ganándose nuestro reconocimiento- tratando de ordenar lo incontrolable, una ciudad alzada en armas lúdicas contra las normas de convivencia habituales. Lo cual, sea dicho de paso, no deja de reconocerse en el espíritu ácrata y libertino que todo mediterráneo lleva dentro, en contraposición al puritanismo nórdico.

En su esencia, pues, las Fallas no constituyen una fiesta conservadora. Resulta, en cualquier caso, una manifestación tradicional que, curiosamente, se vuelve más rancia e incomprensible cuanto más impostada pretende ser y gana en finura conforme rescata valores originarios de sus propias tradiciones. El regreso a las vestimentas más clásicas, de la música de banda o los correfocs dan cuenta de la raigambre fallera, todo lo contrario que los desfiles de cornetas militares o los trajes falleros en exceso barrocos.

Del mismo modo, todos los intentos de politización de las Fallas han fracasado. Los falleros, como los valencianos en general, ganan en vivacidad y ocurrencia desde la neutralidad y el distanciamiento. El espíritu fallero propone una crítica mordaz pero sin caer en lo soez o lo provocativo. La mala uva valenciana escuece pero no hiere, ni hiede. Ahí radica el equilibrio valenciano.

Es cierto que el llamado blaverismo se insertó en el mundo fallero y adoptó como propios todos sus símbolos, pero ni aún así las Fallas tomaron la vía política del regionalismo. Serían otros, desde el nacionalismo bautizado de «catalanista», los que señalaron a las enseñas falleras como reaccionarias, equivocándose de medio a medio. Hubo un tiempo, incluso, en el que se pretendió una crítica contracultural a las Fallas que algunos todavía añoran, cuando la King Kong, el extra del Ajoblanco o la ofrenda alocada a la Mare de Déu. Provocaciones que hoy en día carecen de sentido.

A lo largo de las últimas décadas, pese a todo, las Fallas han evolucionado y lo han hecho relativamente bien. Los tiempos de Paco Real en el Ayuntamiento de València fueron relevantes en ese sentido, al asumir la izquierda los valores inherentes a la fiesta e inculcar ciertos valores de modernidad, en especial en la composición de los monumentos falleros, algunos de ellos fallidos, pero otros muy estimulantes como los que idearon creativos como Ortifus, Mariscal, Sento, Chema Cobo, Sigfrido Martín Begué o Francis Montesinos bajo la dirección artística del añorado Manolo Martín.

Otro cantar son las resistencias numantinas de algunos sectores que niegan cualquier formato autorregulador y le organizan celadas a quienes, como el actual concejal de fiestas, Pere Fuset, intentan conciliar todos los mundos posibles en el planeta fallero. Suerte tienen las Fallas de contar con un político que se ha fusionado con tanto empeño y donosura en los rituales falleros. Y suerte tiene el actual gobierno de haber contado con él y con su sentido de la convivencia para sortear un ámbito que le es ajeno.

Al final, la fiesta puede con todos. Y el balcón municipal que llevó a Rita Barberá al estrellato valenciano al ofrecerlo entre sonrisotas, tiene algo que seduce a todos, izquierdas y derechas, por más que al actual alcalde le dé por las ocurrencias, como el sorteo popular de visitas a las mascletàs. La fiesta puede incluso con la plaza, a la que deja sin ordenamiento ni diseño urbano, pelada y dura, lista para tirar cohetes cuando el mestre de la traca disponga. Un ruido ensordecedor que deja como en éxtasis.

Hace cerca de cuarenta años, un viejo amigo, foráneo, vivía como turista una de esas gloriosas mascletades en la plaza cuando a su lado vio a un hombre menudo rodando una película con una cámara casera y exclamando en francés: formidable, extraordinaire€ Le miró con atención, era François Truffaut.

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