Joaquín Calomarde (Valencia, 1956-2019) se ha ido sin que haya podido ver reconocido su talento, y la enorme habilidad de la que estaba dotado para exponer, de modo cortés, su opinión en el debate polémico.

Acaba de morir y deja tras de sí, un hijo, una serpenteante carrera política, que se gestó tras su paso por el Consell Valencià de Cultura, donde sus habilidades fueron claves para que se consiguiera el llamado Pacto Lingüístico, dictamen que propició la creación de la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL), lo que le llevó a ocupar un escaño en las Corts Valencianes y de ahí a las Cortes Generales, y deja también una pila de libros en los que, mayoritariamente, reunió artículos suyos de opinión, publicados en distintos periódicos, pues este catedrático de Filosofía de enseñanzas medias, adquirió una enorme soltura en ese complicado género periodístico, y en el de los aforismos, por los que sintió atracción, tal vez porque se ajustaban mucho a su personalidad, y aquellos otros específicos de reflexión sobre literatura y filosofía. También alguna novela.

Da cuenta de los primeros, Cómo seguir pensando (1989) o La vertebración valenciana, (1996), de los segundos El sueño de la imagen (1982), La vida pujante y refinada (2003), o Contra el apocalipsis (1997), y de los terceros Los objetos penúltimos (1997) dedicado a María Zambrano o Juan Gil-Albert, imagen de un gesto (1988). Su novela, Testamento inútil (1994).

Calomarde, que se inicio en el articulismo junto a Rosa María Rodríguez Magda y José Vicente Selma de la Hoz en una revista semi-clandestina que publicaban en no sé qué pasillo de la Universidad, fue un hombre equilibrado, moderado, liberal y contradictorio, un brillante orador, hábil en la concordia. Un personaje sagaz que no halló su sitio ni en la derecha social ni en la política.