No todos los votantes de partidos populistas son racistas y xenófobos» dice Francis Fukuyama, un prodigio de superviviente intelectual. En realidad, se las ha apañado para llevar razón a pesar de haber anunciado la hipótesis más insensata que se recuerda, la del final de la historia. Publicado en 1992 aquel libro parecía lo que era, un refrito de Kojève y de Nietzsche, con quien anunciaba también la última forma de humanidad. Ahora viene a decirnos que anticipó muchas cosas del futuro porque dijo en aquel libro que los peligros a la vista eran el fundamentalismo religioso y los nacionalismos. Más que un pronóstico, fue una profecía autocumplida, porque Estados Unidos se empeñó por aquellos años en explotar al máximo los nacionalismos para desmembrar la URRS, lo que se aplicó también con el mismo esmero al caso de la vieja Yugoeslavia. Los fundamentalismos religiosos, sobre todo el islámico, también se atizaron con meticulosidad para hacer frente a los líderes árabes laicos que seguían influidos por el socialismo soviético, organizados por los partidos Baaz árabes socialistas. Así que lo que Fukuyama veía como peligro, en realidad fue una bendición para fracturar el orden que se había mantenido en la Guerra fría y abrir una brecha para extender la influencia americana hasta el corazón de Asia, hasta Afganistán y Bagdad.

Miembro de determinadas corporaciones dedicadas a la promoción de la democracia en el mundo, al menos reconoce que no supo predecir la emergencia de un tipo como Trump, ni el Brexit. Aquel libro venía a concluir que la evolución del ser humano sobre el planeta había concluido, que la disciplina capitalista se había impuesto por doquier y que por tanto el futuro estaba en manos de la democracia liberal. La premisa era que el capitalismo firmaría un pacto eterno con la democracia e impondría su perfecta superioridad sobre la faz de la tierra. Mientras tanto, lo que no pronosticado por este estudioso fue la extraordinaria afinidad electiva entre desarrollo productivo y dictadura de Estado que acabaría mostrando el régimen de China, incorporado por Nixon a la economía de mercado. Este aspecto del fenómeno le debería haber abierto los ojos sobre algo bastante evidente al día de hoy: que el capitalismo es una planta que crece en cualquier sitio y que la disciplina subjetiva necesaria para desplegarlo se puede fundar en culturas no democráticas. Por el mismo motivo, se puede mantener destruyendo las culturas democráticas allí donde se hallen. Sin ir más lejos, en Estados Unidos y en Gran Bretaña.

El problema ante el que se debería posicionar Fukuyama es que ya resulta plenamente posible querer la producción incondicional de beneficio sin desear la democracia. Ahí está la diferencia con el buen Roosevelt. Esa escisión ha sido el resultado real del mundo que salió de la Guerra fría. La unión entre estos dos elementos de la modernidad ya no está asegurada. Ahora bien, como el consumo a través del mercado no puede ser disciplinado (ese fue el error del comunismo), lo que emerja de la erosión continua de la democracia bien puede ser compatible con ciertos márgenes de libertad personal. China y Rusia muestran a la vez que lo relevante será en todo caso la ausencia de libertad política. En realidad, es la libertad política el enemigo a batir y eso es lo que promueve la imitación populista reaccionaria en todos los lugares del mundo. No se trata de identidad, como parece sugerir Fukuyama en la entrevista que le dedicó el Ideas del domingo. Se trata de anular la libertad política.

Por supuesto, es posible una identidad colectiva compatible con la libertad política. Pero no es eso lo que se promueve con las políticas de la identidad desde Polonia hasta Estados Unidos. Lo decisivo en todos esos países, pasando por Salvini y por Le Pen, hasta llegar a Trump, es una identidad que se sabe satisfecha con protecciones inmunológicas frente a los extranjeros. La pregunta decisiva, la de si ese cierre inmunológico dará más poder a los ciudadanos respecto a las decisiones de los políticos y a la influencia del poder informal de las inmensas corporaciones económicas, eso no parece preocuparle a Fukuyama. Sin embargo, lo que sabe cualquiera que defienda la libertad política es que en ella está implicada la cuestión del poder y que esta cuestión no se debe centrar en los desprotegidos e impotentes de la tierra, como en los refugiados, sino en aquellos ultrapoderosos que constituyen la amenaza a la democracia. Si los seres más desvalidos del mundo son presentados como el peligro fundamental, es que alguien quiere esconderse tras esa cortina de humo. La cuestión del poder implícita en la defensa de la libertad política ha de ver claro y no ha de olvidar jamás que el peligro está en la concentración de poder en muy pocas manos, consecuencia de la concentración en ellas del dinero.

Al final, lo que uno saca de la entrevista de Fukuyama es que la gente tiene necesidad de identidad nacional y que hay que dársela. De un pasaje de la entrevista resulta claro que el miedo de que la identidad nacional derive en fascismo es una falsa obsesión europea, algo inexplicable salvo por la historia de nuestro fascismo. Ese es el sentido de su disculpa a los votantes de los populismos reaccionarios. En el fondo están faltos de identidad, pero eso no quiere que sean ya racistas y fascistas. Al parecer, hace una excepción en el caso de España, porque en nuestra historia ese nacionalismo puede ser un peligro para la democracia. ¿Nuestra historia? No parece precisamente especial en este punto. Y por supuesto, el problema cuando se refiere a Cataluña, queda idealizado y convertido en el problema moral de saber si es legítimo romper una democracia que funciona. Aquí tampoco parece que la cuestión del poder y su concentración en pocas manos (españolas o catalanas) sea importante.

Desde que los romanos se propusieron dominar todo el Mediterráneo tras la conquista de Cartago, la estrategia divide et impera ha sido la propia de todo imperio. La usó Carlos V, la usó Francia respecto de Alemania tras la Guerra de los Treinta Años e Inglaterra en la India y con imperio Austro-húngaro; la usó Estados Unidos en toda América y se usó en la URRS. La calderilla de la identidad es la compensación que se le da a los pueblos a los que se va a dominar más fácilmente. Y cuando el peligro real es una mutación producida por una concentración indomable de capitales y poder que no merece ser llamada capitalismo, porque no tiene principio civilizatorio propio, como lo fue el fordismo en su tiempo, entonces algo sabemos cierto: que no será detenida en su capacidad de extorsionar a pueblos y a gentes por afirmar su identidad. Que buena parte de los que ponen esa identidad en primer plano como gran asunto, sean aliados de esos conglomerados financieros opacos, de esos gobernantes tiránicos y de grandes medios de comunicación monopolistas, debería ser un motivo adicional para ponerlos bajo sospecha.

Fukuyama es parte también de la RAND Corporation, un think-tank creado por las fuerzas áreas de los Estados Unidos y financiado por la Douglas Aircraft Company que presta servicios al ejército norteamericano. En la actualidad cuenta con cerca de dos mil trabajadores y analistas repartidos por el mundo. Entre sus más conocidos participantes están Donald Rumsfeld y Condoleezza Rice, de grata memoria para todos. Su finalidad confesada es servir al bienestar y a la seguridad de los Estados Unidos mediante análisis objetivos. Puede que sea así. En todo caso, no parece que los participantes de esta corporación tengan un compromiso de servir al resto del mundo con la misma objetividad. Disculpar a los votantes de los populismos reaccionarios porque busquen la identidad quizá sea parte de esos servicios objetivos.