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La bondad química

El francés, que es un idioma muy preciso porque está hecho por personas muy egoístas y por tanto muy precisas, tiene varias expresiones para denominar al individualismo. Está el chaqun pour soi, cada uno a lo suyo, muy propio de las huidas en desbandada; el indolente je m´en fous, que indica que me importa un comino; y también el chaqun sa merde, que significa literalmente, «cada uno con su mierda», o cada cual con sus problemas. Pero fuera de la precisión para definir las variedades el meninfotisme insolidario, nuestros vecinos tienen clara la diferencia entre las cuestiones personales y los inconvenientes de la vida colectiva -como en el caso de los chalecos amarillos- o lo que es lo mismo: distinguen al individuo humano de su especie. Esta época confusa ha conseguido que en vez de que políticos, financieros y utópicos de la tecnología se enfrenten a los problemas reales del mundo, nos hagan vivir en una versión de fantasía simplificada y manejable. Y debido a la fuerte influencia que siguen ejerciendo los dogmas de la Iglesia sobre nuestras creencias, somos el país que más confunde la noción de Naturaleza con lo Eco, lo Bio y lo Orgánico. Y además de considerar lo natural como crucial, parece que la mayoría de los españoles cree que todo lo que se hace con la intervención del hombre y de la Ciencia es engañoso y movido por oscuros intereses económicos. El encomiable doctor en Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de València, José Miguel Mulet, lleva años esforzándose en divulgar los beneficios de la ciencia en todos sus aspectos, con el resultado de ser detestado por todos lo que creen que la química pertenece al mundo de lo diabólico y que las pseudo-ciencias son más saludables y tan efectivas como las que se estudian en la Universidad. Las nuevas generaciones creen mitos y engaños tan básicos como que lo «sano» sólo se hace para los ricos porque son ellos los únicos que podrán salvarse el fin del mundo y que la comida, aunque halague el paladar individual, debe hacerse en beneficio del estómago genérico de nuestra escala evolutiva, evitando los transgénicos, porque carecen de conciencia natural reproductiva. ¡Qué horror de errores! Vivir en colectividad es precisamente lo que nos conduce a resolver los problemas de una sola vez y para todos, en vez de que cada vecino los resuelva individualmente un millón de veces, o de buscar un millón de soluciones para cada individuo en vez de buscar una para todos. Por eso hubo un tiempo en el que nadie ponía en cuestión inocularse una vacuna, hervir la leche o que la Tierra fuera redonda, hasta la llegada de este nuevo y fantasioso egoísmo colectivo. La oposición a todos estos desórdenes de diversas índoles es inútil, porque la oposición al sistema forma también parte del engaño y el hermetismo de nuestros pequeños sueños ha permitido que fuerzas oscuras y destructivas persistan y se expandan ante la enorme ausencia de un gran sueño colectivo. Increíblemente, esto puede haber estado motivado, a falta de otra explicación existente, por la industria farmacéutica. Por eso nuestros políticos deberían hacer hecho caso a Mulet y a tantos otros que aseguran que la única manera de hacer avanzar al país es invertir en Ciencia: un estudio reciente ha concluido que tomar Paracetamol puede reducir la empatía humana. Y si esto es así, la cantidad de Paracetamol y sus genéricos que se han recetado desde 1948 podría haber mermado nuestra sensibilidad hacia el bien común y el altruismo hasta llegar hasta esta realidad teatral que estamos interpretando a nuestro pesar. La solución sería sencilla; tan sólo tendríamos que introducir en nuestros canales de agua corriente dosis de dopamina y serotonina suficientes para que España volviera a tener la sensibilidad que tenían nuestros bisabuelos cuando inventaron el autogiro, el sumergible y el túnel de Canfranc. Se podría quitar las leyes de protección a la mujer que tanto molestan a los nuevos demócratas y vivir sin contaminar la Tierra. Iluminaríamos de nuevo el devenir de la historia y seríamos la primera fuerza mundial que obligara a medicarse a todos los Putins y a Trumps del poder hasta convertirles de nuevo en una realidad tangible, no basada únicamente en el beneficio económico a corto plazo. Aunque, por lo que a mí respecta, yo preferiría siempre a los sátrapas tradicionales que desempeñaban su oficio medieval a latigazos sin la menor pretensión de humanitarismo, como siempre se ha hecho cuando el que sufre es el otro.

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