Resulta razonable que la villa y el puerto alberguen una abierta discrepancia en torno a la ampliación del segundo? La respuesta es afirmativa. No deberíamos rasgarnos las vestiduras ante lo que constituye una expresión de normalidad democrática, fundamentada en la confrontación de ideas y argumentos.

Ocurre, sin embargo, que, ante la información recibida, la opinión ciudadana corre el riesgo de desplazarse más hacia el mundo de las percepciones volátiles que hacia la esfera del razonamiento fundamentado.

Cabe presumir que, por un sentido básico de su responsabilidad, los actores más directos disponen de datos relevantes y bien sustentados. Otra cuestión es que se estén difundiendo y contrastando abiertamente ante la opinión pública.

Cuando se constata la existencia del anterior déficit de comunicación real, despiertan cierto desasosiego las instantáneas reacciones que observamos. ¿Cómo se puede tomar partido únicamente a partir de lo hasta ahora revelado? ¿Queremos todos lo que se revele mejor para la ciudad o nos ceñimos a reacciones apresuradas, alineadas con lealtades apriorísticas e inconmovibles?

Ante cuestiones que, como la ampliación del puerto, aúnan importancia, complejidad y efectos a largo plazo, sería recomendable que los protagonistas elevaran a públicas sus controversias como se hace en otros lugares. Que existiera un foro de debate abierto a la ciudadanía y un fondo de información accesible, donde hallar los diversos estudios y análisis necesarios para que cada cual pudiera formarse su propio criterio. Que se dispusiera de lugares en los que resolver dudas e interrogantes sobrevenidos.

Ante estas ausencias, que restringen la transparencia, la participación pública y la dación de cuentas, lo que se nos pide es poco menos que un acto de fe. De fe en el puerto o en el ayuntamiento. Ocurre, sin embargo, que una sociedad que quiera abogar por un discurso laico de lo que se discute en el ágora pública, no admite que el ejercicio democrático de la voz ciudadana se sustentes sobre remisiones dogmáticas.

No deseamos ser espectadores perplejos y desorientados y por eso tenemos el derecho a que se nos indiquen cuáles son las discrepancias concretas en materia medioambiental y qué circunstancias se han modificado desde que se aprobara la anterior Declaración sobre esta materia. ¿Peligran las playas situadas al sur del puerto? ¿Constituirá una imagen insoportable el impacto visual de éste, una vez entre en servicio su nueva terminal? ¿Se pueden acortar las distancias entre las dos instituciones afectadas, sustituyendo una nueva y exhaustiva Declaración de Impacto Ambiental por estudios sobre puntos concretos, escogidos de mutuo acuerdo?

Las anteriores son parte de un conjunto de dudas más amplio. Es comprensible que, por su menor generación de gases de efecto invernadero, se señale el ferrocarril como medio prioritario para el transporte de las mercancías con origen o destino en el puerto de València, adoptándolo como referente del futuro corredor norte.

No obstante, la potente lógica del ferrocarril se reduce ante el desconocimiento sobre la frecuencia de su disponibilidad y el grado de intermodalidad que facilitará el trayecto del corredor mediterráneo, condicionados a su vez por la demanda esperada y el tipo de servicio que cada mercancía requiere. Ante estas incógnitas, ¿podemos llegar a un punto de encuentro sobre un corredor norte que admita tanto el uso del ferrocarril como el futuro tránsito de camiones híbridos y eléctricos, o representaría un despilfarro de inversiones?

Quedan otras dudas a responder, pero apuntemos sólo dos. ¿De qué modo afectará al puerto de València la apertura del Ártico, si se reduce en miles de millas la distancia ahora existente entre el litoral asiático y los puertos del norte de Europa? Y, por último, ¿no adquieren el puerto de València y sus usuarios una excesiva dependencia de un único operador si éste, tras la ampliación, controla la mitad del tráfico que transita el espacio portuario?