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¿Y qué hacemos con Perpignan?

Me confieso anglófilo, admirador de Winston Churchill, ávido lector de Edward Gibbon y entusiasta del humor inglés con los Monty Python y los guionistas de los estudios Ealing en lo alto del pedestal. A pesar de lo cual la intrahistoria del Imperio Británico no me resulta nada ejemplar, y en especial la llamada cuestión irlandesa, que todavía colea tras una larga guerra incivil.

Dicho lo cual, resulta de lo más impropio que en pleno caos político generado por el Brexit, algunos protagonistas de referencia en el Reino Unido, como puede ser la BBC o el editorialista de The Guardian, se hayan descolgado cuestionando la calidad democrática de España a raíz de la sentencia del Supremo sobre el procés catalán.

Sintomático, pues aunque las cancillerías europeas sigan de perfil ante el aparente agravamiento de la crisis de Cataluña, lo cierto es que las penas aplicadas a los dirigentes que organizaron el segundo amago de referéndum han sensibilizado a los medios más progresistas de la Gran Bretaña. Esa ha sido, de siempre, la apuesta de los independentistas, exportar su victimismo.

Tal vez en Inglaterra piensen que su vocación democrática es incontestable, para lo que esgrimen sus propias consultas populares, tanto el referéndum del Brexit como el de la segregación de Escocia, pero conviene recordar en este punto que dichas decisiones ocultan las suficientes estrategias inconfesables como para quedar en entredicho su naturaleza y pureza democráticas. Incluso su actual primer ministro, el despeinado Boris Johnson, confesaba sin pudor que esgrimió mentiras significativas durante la campaña por la salida de la Unión Europea.

Precisamente el Reino Unido cuenta con un sistema electoral que prima la gobernabilidad -más estable-, frente a la proporcionalidad, gracias al cómputo mayoritario que se aplica en cada distrito electoral británico: por cada distrito solo un único representante. Es decir, que una parte importante de los votos de los ciudadanos se pierden y no coadyuvan a elegir nada. Para muchos en España este sistema es muy injusto y poco democrático, y así lo señalan, por ejemplo, los constitucionalistas en Cataluña donde se valora más el voto rural frente al urbano, o entre los partidos minoritarios en España que sufren la desproporción en favor de las provincias con menor peso demográfico, como históricamente padeció el PCE.

Así que aquí cada cual opina en función de cómo le va en la feria. Y de ese modo no hay quien razone frente a la manipulación sentimental y la lógica más primaria. Ocurre con el concepto mismo de democracia, que unos y otros enarbolan para reprocharle conductas y favoritismos al rival político. Pura contumacia demagógica. Y ocurre con la idea misma del referéndum, como si este fuese la panacea para resolver todas las contradicciones políticas habidas y por haber.

Sin embargo, solventar mediante un referéndum cuestiones tan espinosas y complejas como la segregación definitiva de un territorio no puede calificarse de muy democrático. Antes al contrario. Lo hemos visto con el Brexit precisamente, triunfante gracias a la manipulación de los datos económicos, las panfletadas y propuestas de trazo grueso así como a la exaltación del sentimiento antieuropeo por parte de los políticos más populistas.

En el caso catalán asistimos a un ceremonial tan confuso y maniqueo como el descrito. En tal escenario, convocar a las urnas a la población para una acción política tan irreversible como la ruptura con un estado histórico al que se ha permanecido unido desde tiempo inmemorial, y que baste una simple mayoría del 51% para tomar las de Villadiego, resulta un ejercicio de demagogia colosal por más que Guardiola o Xavi se rasguen las vestiduras.

Votar en referéndum, tal vez, resulta útil e inocuo para dirimir cuestiones que no afecten a terceros y, en cambio, supongan un avance en los derechos de un determinado grupo de personas. Pienso en la despenalización del aborto, en el matrimonio homosexual, en la legalización de la marihuana o la eutanasia y hasta en adherirse -no en separarse- a un nuevo proyecto político, como la UE, la ONU o incluso la OTAN. Jamás, por ejemplo, para aprobar la prisión permanente revisable.

En esa línea, quienes nos consideramos liberales en la vieja acepción cultural de la palabra, creo que no tendríamos objeciones para favorecer el derecho de autodeterminación a territorios como el catalán -o a cualquier otro-, siempre y cuando se hiciera con las debidas garantías y no como una mera especie de competición deportiva y falsamente moralizadora como ha venido proponiendo Podemos o su filial Ada Colau.

Sin una mayoría cualificada bastante superior al 50% más uno, sin un periodo de reflexión amplio con la organización de organismos independientes de información y consulta para la ciudadanía, sin salvaguarda para los municipios que no la aprueben (recordemos lo ocurrido en Bosnia) y sin un mecanismo de ratificación al año o a los dos como poco, cualquier derecho de autodeterminación resultaría una degeneración democrática y un peligroso precedente para la vieja Europa trufada de nacionalismos irredentos.

Imagínense por un momento que se convoca de verdad la susodicha consulta en Cataluña, que gana la independencia por el 50,5% de los votos y que en Barcelona resulta que sale una mayoría de noes con el 60%. ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué hacemos con cerca de la mitad de los ciudadanos catalanes que no querrían la segregación? ¿Es de eso de lo que se pretende dialogar cuando se habla de diálogo? ¿O es que acaso se exportaría el modelo al norte y se desafiaría a la República Francesa en busca de instaurar una nueva democracia en Perpignan?

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