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A vuelapluma

Las ilusiones desgastadas

Me gustan los metros. Es un teatro de vida impagable si vas sin auriculares y levantas la mirada del móvil. Creo que me conozco mejor (una fantasía más) desde que algún día tomo el metro para ir al trabajo. Esta semana caí entre un grupo de veintañeros que hablaban de sexo y de sus últimas noches de fiesta y dos señores que habían superado holgadamente la barrera de la jubilación. Hablaban de un tercero, que se había despedido unos días antes por una operación de colon y su última mesa había sido la del quirófano, no la de la cena que coreaban los jóvenes. Uno de los viejos (si se puede decir viejos) se había propuesto impedir que el destino le atropellara y tenía ya visto y apalabrado el geriátrico donde despedirse de la vida él o su mujer cuando uno de los dos muriera. No hace falta que diga con qué conversación, de las dos, me sentí más implicado. Así estamos. En busca de esos momentos pequeños, que el tiempo dirá un día que eran la felicidad.

El gobierno del Botànic también está así, entre flujos externos que marcan el camino hacia posiciones más radicales y otros internos, de su propia experiencia vital, en los que se entrevé el peso de la pérdida de lo nuevo, que siempre significa cansancio. El primer Botànic fue una sorpresa y hubo un sobreesfuerzo de sus participantes por demostrar que podía funcionar, que la maldición española de las coaliciones de izquierda no les iba a alcanzar. La debilidad con que habían llegado al poder tuvo el efecto positivo de hacerles conscientes de la facilidad con que podían perderlo si no eran capaces de convertir a enemigos tradicionales en amigos. El contexto también ayudó. Existía una necesidad colectiva de romper con un pasado que nos marcaba como sociedad corrupta. Esa necesidad de alejarse de donde veníamos impregnó incluso a la derecha, protagonista de ese pasado sucio. Esta además sufrió el impacto de la novedad: no sabía hacer oposición porque sus cuadros estaban programados para el poder tras 20 años gobernándolo todo.

La situación es otra hoy, más de cuatro años después y con otras elecciones perdidas, las derechas (la política y la mediática) han alineado proyectos tras asimilar que la primera misión de la oposición es desgastar al gobierno. Proponer alternativas es secundario, lo primero es la zapa. Todo cabe para ese fin. Sin contemplaciones. Es absurdo discutir si la izquierda hizo lo mismo antes. O menos o más.

Lo importante es que no hay peor desgaste que el de las ilusiones. La izquierda valenciana, sin siglas, empieza a olvidar aquella sensación de aventura y a encontrar gusto a las batallas de poder, esas maniobras diarias para marcar el terreno al socio. Es el riesgo de la institucionalización, de empezar a creer que el poder es un bien natural y desvelarse más por donde realojar fichas propias en el mapa de los despachos que por buscar aliados fuera.

Es verdad que el año condenadamente electoral ayuda a la guerrilla interna y que hay vientos también que llegan de Europa, con un movimiento de la izquierda a alejarse del centro en busca de unas clases trabajadoras víctimas del precariado de la sociedad postcrisis. No creo, sin embargo, que el caso del laborismo británico sea un ejemplo puro de este contexto nuevo por el peso determinante del Brexit y la indefinición al respecto de su líder, Jeremy Corbyn. Todo ello está tensando las costuras de las alianzas valencianas. Influye, sí, pero miro el paisaje, como en el metro, y cuesta apreciar felicidad: aparecen corrientes internas en los gobiernos que ya nadie llama del cambio que ayudan al asalto por desgaste de la oposición. Ella sí está buscando aliados fuera.

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