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El terror y la belleza

Fueron niños que corrían asustados por los ladridos de un perro, o creían que su madre podía hacer aparecer las galletas por arte de magia, hasta que aprendieron que golpeando al más débil no recibirían castigos de los más fuertes. Al fin y al cabo, una forma de esperanza en la supervivencia que se transforma en una forma de vida. Quizá tardaron un tiempo en sobreponerse cuando se enteraron de que su tío era modista, que su cabello inicialmente platino se volvía oscuro o les sobrevenía la alopecia, o que su pretendida resistencia a la gripe no venía por su costumbre espartana de dormir con la ventana abierta o ducharse con agua fría en invierno. Pero pronto encontraron refugio colectivo para hacerse una imagen de perfección de ellos mismos en los sofismas de la religión o en el patriotismo, que en nuestro siglo XXI pueden encontrarse tan bien en la muy extensamente retratada intolerancia clásica como en los ideales higiénicos del naturista como en los nuevos sofismas sociales que presentan a las víctimas como su verdugos. Los diferentes dejaron de existir en la realidad tangible para vivir únicamente en sus cabezas en forma caricaturesca.

Qué agradable debe ser para todos estos idealistas que preconizan un mundo feliz donde verdugos y víctimas somos iguales a pesar de nosotras diferencias. El periodismo y la política han dado numerosos ejemplos de personas cuyo patrimonio se veía incrementado cuanto más aumentaba públicamente su amor a los demás o a la patria y sus deseos de salvarles. Comerciantes, empresarios y hasta pensadores y artistas muy mucho españoles, muy mucho hereditarios de las esencias históricas de su comunidad, ante un déficit imparable hecho a costa de llevar sus capitales y fábricas fuera, decidieron que sus producciones tomaran el lugar de los antiguos vagones de tercera, segunda y primera. Los producidos a granel serían para el pueblo y los elaborados con amor para los que pudieran comprarlos. Los productos intermedios era mejor eliminarlos, para evitar confusiones entre el consumidor. Y como dijo el creador del nombre de À Punt: todos nosotros no somos más que un producto. Adiós a las personas.

A punto de entrar en el vigésimo año del nuevo siglo, mucha gente, especialmente esos niños que, como dice Ramón Palomar, tienen que empinar el codo para matar el aburrimiento de la sociedad del bienestar (porque ya no existe para ellos ni Mozart ni el Jardín Botánico ni la poesía, la filosofía o la conversación oral) se pregunta entre el caos qué hay que hacer para ser personas adultas. ¿Hay que alcoholizarse festivamente como hacen los mayores? ¿Hay otras opciones fuera del cinismo nihilista de la época? ¿Cómo saber si existe algo de verdad, que no sea destruído en las redes de la opinión pública porque no resiste el patetismo de la existencia real, tener sentimientos es un error, cómo saber si pueden confiar en alguien?

Comprendemos que no podemos obligar a nadie a la eutanasia de su ignorancia. Que por muchas argucias que nos inventemos, ante el realismo social del cuadro Triste Herencia, de El padre Jofré defendicendo a un loco o Luego dicen que el pescado es caro, solo verán tullidos, apaleados y pobres. Que en una película quizá sí, pero que si dejamos un libro entreabierto en el sofá, la mayoría lo dejará a un lado para sentarse y jamás caerá ante sus ojos este poema que Rilke escribió para que lo encontraran un día:

«Deja que todo te suceda: terror y belleza.

Sólo tienes que andar: ningún sentimiento es lejano.

Me gustaría oír el canto de las cosas.

Vosotros las tocáis, y quedan mudas e inmóviles. (€)

Debes saber que Dios te da el aliento desde el inicio

Y cuando tu corazón arde y no puedes hablar, Él crea dentro de ti.»

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