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A vuelapluma

Alfons Garcia

La última esperanza

La vida es una sucesión de historias que fueron y que pudieron ser. Las que fueron nos construyen y nos llenan la memoria. Las que pudieron ser nos alimentan la imaginación, tan necesaria como el recuerdo para seguir adelante. ¿Qué hubiera pasado si la primavera pasada Pedro Sánchez y Albert Rivera hubieran firmado un acuerdo de investidura, cuando sumaban mayoría absoluta entre ambos? Al menos tendríamos centro político, el gran ausente estos días, y una coyuntura más cómoda que la que espera al presidente socialista ahora. Para él posiblemente hubiera sido mejor. Y también para Rivera y Ciudadanos, que no estaría en la UCI. Pero no para el país. No voy a repetir la tontuna de que los votantes son sabios, pero la circunstancia actual obliga a no arrinconar la cuestión territorial y de Cataluña. Y eso es saludable. Es una necesidad que con un pacto PSOE-Cs como el que era posible en abril hubiera continuado aparcada, envuelta en el manto protector de las resoluciones judiciales.

¿Alguien oyó a Sánchez hablar del problema territorial en la investidura fallida de julio? Ahora ha sido en cambio el eje de su propuesta presidencial. Es de lo poco esperanzador que dejan estas sesiones tragicómicas en el Congreso de los Diputados, desarrolladas en un desolador ambiente de confrontación.

Hace poco se publicaron las cifras del Producto Interior Bruto (PIB) y quedó claro que España tiene un problema de desequilibrio territorial. Madrid es más rica por primera vez que Cataluña y el dato explica muchas cosas. No todas. Y no justifica el procés. Pero esa situación, que es el resultado final de una tendencia que se pronuncia a partir del cambio de siglo, tiene bastante que ver con que el ideario independentista haya dejado de ser exclusivo de radicales para extenderse entre buena parte de la sociedad burguesa, acomodada y bienpensante catalana. Sin llegar a abrazar el secesionismo, las principales organizaciones empresariales catalanas llevan años denunciando las consecuencias de una estructura de Estado (económica, institucional y de infraestructuras, por la red radial) que favorece al centro y fomenta los desequilibrios.

Y no es solo Cataluña. La riqueza de la Comunitat Valenciana se ha alejado de la media española en este tiempo. Hay razones intrínsecas, aseguran los economistas, pero también ha jugado su papel un modelo de distribución de recursos del Estado que la ha perjudicado al menos desde 2002, ya que no deja margen para destinar cantidades importantes a intentar cambiar el sistema productivo.

El problema territorial existe. Es de desigualdad y competencia fiscal entre territorios. Es el momento de afrontarlo y la situación parlamentaria obliga a ello. Necesita voluntad real, rigor, lealtad, poca espectacularidad y menos cálculo electoralista. La cuestión es si, llegados a este punto, el problema de Cataluña se puede afrontar desde este enfoque, que es básicamente economicista y de resolución de problemas de un colectivo de territorios (quien quiera puede decir naciones) que quiere continuar en un proyecto compartido.

Va a ser casi imposible, pero alguien (el Gobierno) debería intentarlo. Y los demás, empezando por el PP y el Govern catalán, deberían estar a la altura. Es la última oportunidad de intentar reconducir un estado de las cosas que nos lleva directos y sin freno a la confrontación y el griterío. Es posiblemente la última esperanza de un país que, observado desde lejos de las moquetas, se merece algo más que la tristeza general que dejan estas sesiones de investidura, con la moderación y la capacidad de encuentro por los suelos.

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