Cuando expire el gobierno del Botànic, porque en el ciclo de la vida todo acaba, y hagamos balance, con cierta distancia temporal y desde la ineludible perspectiva, habrá que calibrar una cosa sobre todas las demás: su ajuste o desajuste con la exigencia que imponen los tiempos actuales. Le pedimos al artista plástico o al compositor que «fije» el tiempo en el que habita y que no nos entregue obras que podrían haber firmado Rubens o Handel. Exigimos al científico que investigue nuevos paradigmas y que no repita los hallazgos de Einstein o Fleming. Reclamamos al filósofo que trascienda a Platón o a Spinoza y al sociólogo que avance sobre las cenizas de Gramsci o Weber. «Nos aupamos sobre los hombros de los gigantes que nos precedieron» (Newton).

Cada nuevo descubrimiento científico, cada nueva doctrina filosófica, cada hallazgo artístico ha de escalar inevitablemente la herencia de sus predecesores. Lo contrario sería una estafa. ¿Sucede igual en la práctica política? Me temo que aún hay bastantes políticos que agarran el trabuco como si habitaran en la primera guerra carlista. ¿No es éste uno de los orígenes del divorcio social con las esferas políticas? La política -la elevada, la que se aleja del cotilleo y de la inmediatez- ha de intentar «anticiparse» a los escenarios del futuro si pretende mejorar el presente: abrir el campo de visión. Si sólo se dedica a administrar la actualidad es una política dimitida de antemano. Generar debate, suscitar pensamiento, constituye el mejor antídoto contra el alelamiento que produce una gestión política fundada en el día a día. ¿Está en ello el Botànic?

De modo que, como decía, habrá que observar si el Gobierno de aquí ha olfateado los potenciales cambios que se atisban en la calle y ha dispuesto la maquinaria política, administrativa y jurídica para facilitar su llegada, o por el contrario ha ralentizado los procesos, cercenando los dos fines últimos sobre los que se cimenta todo el tinglado político, que no son sino el bienestar ciudadano y la emancipación del individuo. Ya se verá. Para enfrentarse a las mudanzas sociales, y tomar una u otra dirección, tienen mucho que ver los embelesamientos ideológicos. No la ideología. El embelesamiento congela la razón crítica: es una suerte de hechizo que contamina el juicio. La ideología, en cambio, admite deliberación, pugna, conflicto. Por decirlo a lo bruto, no es lo mismo analizar la realidad colocándose las lentes de Hayek o las de Keynes, las de Marx o las Friedman, las de Picketty o las de Pinker. Proust se ponía las de Bergson, Nabokov las de Gógol, los surrealistas las de Freud, Errejón las de Laclau, Josep Bort quizás duerma con las de Gramsci, y Catalá con las de Tocqueville, y Bonig con las de Thatcher, y hasta Ribó podría amanecer algún día con las de Fourier. (¿Acaso no se coloca Puig las de Steiner/Judt sobre los ojos de la Ilustración y Oltra las de Lacan/Ghandi bajo la mirada atenta del autor de Cuadernos de la cárcel?) En el mercado de las ideas políticas elegir unas gafas u otras resulta sustancial. Sólo en la edad de la inocencia se prescinde de los sistemas de creencias que nos precedieron o de las influencias históricas que llevamos pegadas en el cogote. Ahora bien, cuando las lentes actúan como espejos que impiden mirar la vida tal como es, o la distorsionan o desfiguran, y solo reflejan lo que uno quiere o necesita ver es que algo no funciona. Hay que acudir al oculista enseguida. Y salir de allí con unas gafas por las que penetre la luz real, y en las que el pasado y el presente alcancen un pacto en dioptrías para no acabar matándose entre ellos. La identidad propia se alcanza burlando los fantasmas del pasado, después de haberles chupado la sangre convenientemente. No hay que dejar que los fantasmas hablen por ti.

Los políticos, al igual que los comunes mortales, carecen de la perspectiva temporal necesaria para elegir la mejor solución en la acalorada disyuntiva social. No son profetas, ni Dioses, ni doctrinarios de la Utopía (bueno, algunos sí). Y no usan las herramientas del sociólogo o el científico, que estudian, valoran, experimentan y contrastan sin que las contrariedades diarias les acucien. Los políticos elaboran leyes, ay! Y deciden sobre el presente y futuro del personal en un santiamén. En general, sin excesivas dudas. El Consell actual es rehén de esa lógica, como no podría ser de otra manera. Acertar, bajo esas condiciones, resulta una tarea laberíntica. Dicho esto, bajemos al barro. ¿Cómo responde el Botànic ante los océanos burocráticos que nos invaden y que la ciudadanía rechaza? ¿Está aumentando el gasto público frente a las flaquezas económicas de las administraciones y bajo la amenaza de una pirámide poblacional disparada por el vértice?¿Se impulsa el empleo, crucial para que el personal viva con dignidad (y después que se haga libre y noble)?¿Se ha acrecentado la calidad democrática? ¿Se ha apostado por la cultura con mayúsculas? ¿Se acompaña la revolución digital dotándola de reflexión y facilitando las infraestructuras indispensables para su desarrollo? Etcétera.

Frente a esas preguntas ­-que se traducirán en indicadores y se resolverán en el balance final- se abre una certeza tal vez luminosa. La atmósfera que proyecta el Botànic -pilotada por la actual conselleria de Medio Ambiente- a partir de la universalización de la «revolución verde» parece impregnar ya gran parte de las administraciones y derramarse por el imaginario social. Esa pulsión -la creación de una «conciencia» sobre la sostenibilidad- resume el signo de esta época, y quizás se adelante a los estímulos sociales, que es de lo que trata la política al fin y al cabo: de captar el «mensaje» de la sociedad, y de ordenarlo, guiarlo y regularlo. Y de no embestirlo. O de no invadirlo con arbitrariedades. El «verde» es el mayor relato de la actualidad, se esté de acuerdo o no. Tal vez el único, desde hace alguna centuria, que acompaña a una enorme transformación tecnológica sin nacer directamente de sus entrañas. Y es transversal. Conducirlo sin fundamentalismos y saber alejarlo de las intransigencias para no favorecer el alumbramiento de fuerzas antagónicas constituye ya de por sí un reto. A Mollá y Puig les corresponde administrarlo.