La España vaciada no es un molino de viento al que se pueda vencer, es un gigante contra el que poco se puede hacer. Los políticos españoles de todos los partidos han prometido, en sus recientes campañas electorales, afrontar y resolver el problema de la «España vaciada». No es un fenómeno nuevo, sucede con muchas de las promesas electorales de los políticos españoles, unas sinceras y de buena fe y otras sin la menor intención de ser cumplidas, que tienen garantizado el fracaso. El denominado vaciamiento no es otra cosa que la tendencia (que se aprecia en el mundo industrializado y de servicios) de los seres humanos a concentrarse en ciudades medianas, grandes y en verdaderas metrópolis.

España no es diferente. El vaciamiento del campo es un fenómeno que sucede en todas las latitudes de nuestro país, de norte a sur y de este a oeste y, como decíamos, no es un fenómeno original de España sino que tiene lugar en mayor o menor medida en toda Europa; en todo el mundo debiéramos decir. No conocemos argumentación alguna seria que justifique la necesidad de combatir la tendencia de los humanos a agruparse en ciudades, lo único que puede corroborase es que los partidos políticos pretenden atraer a los votantes de la España vaciada aunque para ello sea necesario crear espejismos irrealizables.

Es necesario recordar que la Unión Europea a lo largo de su corta historia ha dedicado alrededor de la mitad de su presupuesto anual a la agricultura, la ganadería y la pesca (en el último año ha supuesto alrededor de 6.100 millones de euros para los españoles), justamente con la finalidad de que no se despoblara el campo de toda Europa y que la renta de los ciudadanos que viven del sector primario no se distanciara de manera exponencial de las rentas que perciben los ciudadanos que viven de la industria y los servicios. La Unión ha conseguido parcialmente el objetivo pues aunque el sector primario europeo es extraordinariamente potente y eficiente, la renta media de los agricultores y ganaderos esta por debajo de las de los demás ciudadanos. Pero, aún así, si no fuera por las ayudas de la Unión Europea a la agricultura y la ganadería, el campo se habría abandonado en toda Europa y los europeos nos alimentaríamos con productos agrícolas, ganaderos y pesqueros de países del tercer mundo, capaces de producir todos los productos que consumimos con precios muy inferiores a los europeos.

Queremos, con lo dicho, señalar que se ha hecho mucho para que en toda Europa el campo no se vacíe y aún así se está despoblando, y esto porque las nuevas maquinas y la moderna tecnología requieren cada vez menos personas para las explotaciones agrícolas y ganaderas europeas que son de las más eficientes del mundo. La producción agrícola, ganadera y pesquera no solo no se ha reducido en Europa en las últimas décadas sino que, al contrario, con menos mano de obra se ha incrementado extraordinariamente hasta cifras descomunales que desbordan el consumo interno. En el caso español, entre otros, sectores como el del olivar, viñedo y las frutas y verduras tienen una proyección exportadora extraordinaria. Pero, con todo, el peso de la agricultura y la ganadería en España en el último año, según Euroestat, no alcanzó el 3% del Producto Interior Bruto español.

Los servicios son los triunfadores en nuestra sociedad, que suponen en los estados europeos una media que se acerca al 70 % del PIB. Pero Europa no puede renunciar a tener una potente agricultura, ganadería y pesca que más allá de alimentarnos y de la exportación conserve la riqueza medioambiental que conlleva. Es tarea de los políticos europeos proteger el sector primario, procurar su expansión por el mundo y solucionar las tensiones entre productores, intermediarios y vendedores de productos agrícolas, ganaderos y pesqueros, asunto de gran relevancia que dejamos para otra ocasión.

Los grandes núcleos urbanos permiten suministrar a los ciudadanos, con mayor eficacia que los núcleos urbanos pequeños, muy pequeños y dispersos, todo el conjunto de servicios públicos y privados: sanitarios, educativos, deportivos, de ocio y un largo etcétera. Por eso, en todo el mundo, asistimos a la concentración de los ciudadanos en grandes centros urbanos. No es posible convencer a los ciudadanos para que se dispersen por España, despoblando, vaciando las grandes y medianas ciudades. Para ello sería necesario que instauráramos un régimen dictatorial que hoy es impensable e indeseable entre nosotros. Pero lo anterior no obsta a que el Estado procure igualar en derechos efectivos, no teóricos, a los ciudadanos dispersos en la España rural a los ciudadanos que viven en grandes núcleos urbanos.

El Estado, la sociedad española, no debe abandonar a su suerte a los ciudadanos de la España rural que es una denominación más acertada que la de España vaciada. Desde luego que no. Pero tampoco es posible que se cree un Estado de bienestar a la carta en que cada ciudadano exigiera, fuera cual fuera el lugar del territorio en que se encuentre, o decida vivir, las mismas prestaciones in situ que tiene un ciudadano que vive en un núcleo urbano intermedio, grande o muy grande. No se pueden crear hospitales, universidades, oficinas bancarias, cines, restaurantes o locales de ocio allí donde no existen ciudadanos suficientes para el funcionamiento sostenible de dichos servicios. Por otra parte, los problemas en la España rural no son los mismos en todas las latitudes ni para todas las personas.

De manera que las políticas que afronten los problemas de los españoles en la España rural deben adaptarse con imaginación y eficiencia a las distintas necesidades. Y muy en especial es necesario trazar una estrategia para proteger eficazmente a los mayores. Tenemos tecnología y medios materiales suficientes para que la atención sea de la misma calidad que la que reciben los mayores en las grandes ciudades. Y, además, no hay que desdeñar la creación de nuevos tipos de trabajos o resucitar los enterrados injustamente (por ejemplo, entre otros muchos, los médicos rurales) que pueden asociarse a la prestación de servicios a los ciudadanos de la España rural. España se va a seguir vaciando, pero ese vaciamiento no tiene que suponer que existan ciudadanos de primera y de segunda clase. El Estado tiene que intervenir y garantizar la igualdad de todos los españoles.