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Butaca de patio

Menos que un club

El monstruo destripado y a medio construir del nuevo Mestalla, en la pista de Ademuz, representa sin duda alguna uno de los mayores símbolos de los años del despilfarro, la crisis y la corrupción. Unas turbias alianzas entre los ayuntamientos presididos por Rita Barberá, los promotores inmobiliarios y los propietarios del Valencia CF se toparon con una depresión económica sin precedentes y de este modo esa inmensa y megalómana mole de cemento permanece como testigo mudo de la ignominia de gobernantes y responsables del club. Además, los aficionados más veteranos del equipo nunca hubieran imaginado, ni en sus peores pesadillas, que el club de sus amores y disgustos iba a ser propiedad de un empresario de Singapur, llamado Peter Lim, ni que su presidente fuera un tal Anil Murthy, un diplomático singapurés de origen indio. Huelga decir que para ambos y para su cohorte de ejecutivos Valencia y su equipo más importante, junto con el Levante UD, tan sólo significan un negocio, una unidad empresarial más que, por supuesto, desprecia cuanto ignora. De hecho, así lo han demostrado con sus continuos desdenes a la afición, a los entrenadores, a muchos jugadores y, en definitiva, a la ciudad y la provincia que hace un siglo crearon una institución que se ha convertido en una seña de identidad. Está claro que la absoluta mercantilización del fútbol de élite ha propiciado que unos tipos que no sabrían situar la calle de la Paz en un mapa de València ejerzan un mando totalitario en el club como si se tratara de su cortijo. Muy triste, pero cierto.

Ahora bien, en esta deriva del Valencia CF la sociedad valenciana en su conjunto tiene una cuota de responsabilidad. Y, por cierto, no pequeña. Que una ciudad de unos 800.000 habitantes y una provincia con una población de 2,5 millones de personas no sean capaces de sustentar un club de fútbol, que debería ser algo más que un club, como definió Manuel Vázquez Montalbán al Barça, revela un notable fracaso social. Porque ¿dónde están las instituciones públicas? ¿Dónde se esconde esa alta burguesía que se llena la boca con proclamas de valencianismo? ¿No tienen nada que decir, más allá de aplaudir o abuchear al equipo, los cientos de miles de aficionados para los que el Valencia CF forma parte de sus pasiones? Habrá que deducir, sin resignación, pero con pena, que si el club es un espejo de la ciudad la imagen que devuelve es individualista, pasota y poco cohesionada.

Quizá alguna gente piense que este expolio del Valencia CF por parte de inversores sin escrúpulos sólo atañe a los aficionados al fútbol. Pero creo que se equivocan porque pocos fenómenos sociales son más transversales que el fútbol, que congrega a públicos de derechas y de izquierdas, jóvenes y jubilados, hombres y mujeres, profesores y albañiles, urbanitas y labradores. Por no hablar de tangibles como las repercusiones económicas favorables que el equipo ofrece a la ciudad o de intangibles como la memoria sentimental de tantos y tantos aficionados. Por ello, el Valencia CF debería ser algo más que un negocio y la sociedad valenciana habría de asumir el reto de que fuera más que un club.

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