Todas las noches suena en el aire una música que nos llena de orgullo. Algunos días no son fáciles de llevar. La casa, nuestra aliada más fiel, a ratos se ha convertido en enemiga. De repente, ya no dan más de sí los juegos de mesa, el repaso a los insaciables monigotes del wasap, las canciones que siempre escuchabas en el móvil y ahora han vuelto al plato del tocadiscos de aguja en plan nostálgico vintage, el libro que estaba ahí desde hacía tiempo y no habías decidido abrir hasta que fue decretado el confinamiento. Las distopías dejaron de ser una serie famosa de la televisión y no las reconocemos cuando se nos ponen delante de nuestras narices. Lo que ha sucedido tiene una explicación muy sencilla: la vida real se ha revelado ahora mismo como una obra maestra de las distopías.

El tiempo se ha convertido en otro bien diferente al de antes. El tiempo siempre fue algo compartido, aunque fuera a hostia limpia, aunque vivirlo no fuera -y para alguna gente aún menos- un camino de rosas. Ahora ese tiempo se ha partido en tantos pedazos como gente vive en el planeta entero. Si ver fumar en las películas de antes es hoy una cosa extraña, igual de extrañas son ahora esas películas en que la gente se saluda dándose besos o chocándose la mano en plan camarada insobornable contra el infortunio cotidiano. El tiempo es desde hace unos días un espacio en blanco de besos aplazados, de manos aplazadas, de señales de humo como hacían desde sus escondites los guerreros sioux de Toro Sentado o Nube Roja en las películas de nuestra infancia. Pero ese tiempo, el de ahora, el que vivimos como nos dicen quienes entienden de eso que hemos de vivirlo, no es un tiempo inútil. Para nada es inútil.

"La vida siempre nos deja algo para descubrirnos. A veces nos separa y nos necesitamos. Cuando uno necesita se siente vivo. Entonces nos acerca y nos necesitamos": es un bellísimo poema de Mario Benedetti, un canto hermoso, nada resignado, al tiempo que hemos compartido con alguien, con la familia, con los amigos, con toda esa gente que ahora anda como mínimo a dos metros de distancia y hablando como antes, sólo que ahora con los ojos, con la lengua de signos o dibujando las palabras de siempre con las manos. Las ciudades grandes y los pueblos casi invisibles como el mío viven la novedad sanitaria con el mismo, necesario y ojalá que eficaz recogimiento, aunque siempre hay gilipollas que se hacen los valientes, como si al Capitán Trueno le hubiera dibujado el maestro Ambrós unos tirantes con los colores de la bandera española para sujetar las medias de malla y la armadura. No somos héroes, sólo presumen de eso los imbéciles.

Ojalá esta crisis, como la económica y social de 2008, no la paguen los mismos de entonces. Yo tengo mis dudas, pero lo malo es que el capitalismo nunca las tiene cuando se trata de defender los intereses de los poderosos. A la hora del recuento diario, y en medio de tanto común desasosiego, me quedo con el trabajo de la gente más desprotegida, la de los supermercados o la que, en otros sitios que requieren atención presencial, resulta lo mismo de vulnerable. Y sobre todo me quedo con la música, con esa música nueva que todas las noches suena en los balcones de las casas y a las puertas de los hospitales. Una música que es la del homenaje y el reconocimiento a quienes, en esos hospitales, se dejan la piel para que la nuestra salga con bien de esa vida que ahora, como en el poema de Benedetti, estamos aprendiendo a vivir de otra manera.