Un disgustado Unamuno utilizaba esta lapidaria exclamación para referirse a la ciencia española en uno de sus artículos. Más de un siglo nos separan hoy de aquellas palabras aunque siguen resonando en laboratorios, empresas e, incluso, lugares de representación política; y describen a la perfección nuestro entramado investigador actual.

La revista Nature se hacía eco en 2018 de una petición, firmada por más de 28.000 científicos, en la que se denunciaba el estado de la ciencia en España tras la crisis. Mientras los recortes en sanidad o educación habían llenado titulares una década antes, el tijeretazo de un 39% del presupuesto científico se antojó inevitable. En pocos años, pasamos de disponer 10.000 millones de euros en 2009 a poco más de 5.900 millones. Más de una década después, a duras penas esperamos alcanzar los 7.000 millones. La inversión en I+D+I tampoco ofrece una perspectiva diferente: en España se sitúa en el 1'24 % del PIB, lo que está muy por debajo de la media europea y de países como Portugal o Eslovenia. Además, es frecuente la incompleta ejecución del dinero presupuestado: no llega ni al 20% de la cantidad destinada a innovación en algunos casos. Los datos parecen indicar lo que todos sabemos: nunca se ha considerado la inversión científica como un modelo alternativo productivo que permita recuperarse de la crisis. Más bien parece que políticos y empresarios tienen asumido que ya se encargarán otros de inventar.

Detrás de estos datos se esconde la realidad de miles de personas que sufren el lastimoso estado de la investigación en nuestro país, entre los que me incluyo. Mi relación con la ciencia comenzó en 2005, cuando formé parte de la primera promoción de Biotecnología en la Universidad Politécnica de València. Trece años después había acabado una segunda licenciatura; dos másteres, uno en el Reino Unido y otro en Barcelona; y un doctorado en la Universidad de Barcelona. Fui uno de los privilegiados que accedieron a las pocas becas que se ofrecen, o se ofrecían en nuestro país tanto públicas, como la FPU del Ministerio de Educación y Ciencia (MEC); como privadas, de La Caixa o las de Excelencia Académica del Colegio Mayor San Juan de Ribera. A nivel formativo, mis esfuerzos siempre se dirigieron a entender los mecanismos biológicos del cáncer. A nivel personal, quería establecerme en España. Por una parte, estaba agradecido al país que tanto había invertido en mi formación, decenas de miles de euros. Por otra parte, mi familia y mis círculos sociales me hacían feliz y me ayudaban a seguir con un trabajo que es mucho menos agradecido de lo que se cree.

Este mayo hará dos años que vivo en Estados Unidos. La ausencia virtual de posiciones de investigador principal en España genera una competitividad inusitada para las condiciones ofrecidas. Esto conlleva que exigir más de una década de resultados brillantes sepa a poca cosa: los centros de investigación imponen requisitos más o menos implícitos como estancias post-doctorales con publicaciones en revistas de alto impacto. Trabajar en el extranjero es una condición sine qua non para solicitar becas y proyectos. Como ya señaló Nature en otra de sus editoriales, la situación de los trabajadores post-doctorales en el extranjero es incluso más vulnerable: dedicación de más de 50 horas semanales, sujeción a la voluntad de la empresa para salir y entrar del país, seguridad social precaria sin apenas derechos sociales, competitividad extrema y salario bastante ajustado en relación con el nivel de vida del lugar.

La situación laboral de aquellos que se quedan en España también se aleja de lo que encontramos en otras profesiones con similar nivel formativo. El bajo número de proyectos de investigación, y el sistema de concesión de becas y contratos, dejan en una situación de extrema precariedad a los jóvenes científicos. La dotación económica de los proyectos se retrasa frecuentemente y la mayoría no dispone de dinero asociado para la contratación de personal. En caso de llevarlo, los contratos raramente serán fijos y se solo renovarán si el proyecto vuelve a concederse. La ciencia pública parece seguir exclusivamente el modelo de subcontratación en el que también encontramos un bajo nivel de remuneración. Así pues, no es de extrañar que nuestro trabajo se asocie a un mayor riesgo de padecer enfermedades mentales y depresión. Trabajar como científico y tener una situación personal estable parece bastante incompatible.

Quince años después, veo como la mayoría de quienes empezaron conmigo han reorientado su vida. En general, o intentan conseguir plaza como docentes o trabajan como parte del sistema sanitario. Abandonar tu carrera profesional en la treintena dificulta la búsqueda de empleo en el ámbito privado y los puestos públicos permiten la deseada conciliación del trabajo con la vida familiar. Y sigue vigente el plan de continuar en el extranjero donde también emigraron en contra de su voluntad. La idea utópica del inmigrante cualificado es especialmente dañina hacia nuestro colectivo, donde es fácil considerarnos como seres ambiciosos, sedientos de aventuras o renegados patrios.

El personal altamente cualificado que abandona la carrera académica es injustamente juzgado, como si de una escapatoria fácil y cobarde se tratara. No son quienes más pierden con su decisión: perdemos todos. Y, en este momento de grave crisis por los efectos del CoVid-19, necesitamos más que nunca y nos acordamos ahora de la investigación médica básica para encontrar una solución urgente a esta pandemia. Por ello, cuando se escatiman recursos en este sector, el país pierde a alguien que iba a desentrañar las funciones de una nueva proteína, a alguien que investigaba como mejorar la calidad de nuestros alimentos, a alguien que quizá descubriría las causas del Parkinson. Solo con una mejor financiación, políticas públicas de control racional de la excelencia investigadora, y la promoción del conocimiento y de la labor del personal científico, se podrá evitar la hemorragia de talento que sufre España. Solo así podremos evitar que mañana, jóvenes que se dedican a la investigación cuelguen la bata por última vez y exclamen, como el añorado Unamuno: «¡Que inventen ellos!».