No es casualidad que los pueblos más cruelmente perseguidos del planeta -judíos y negros- hayan creado chistes sobre ellos mismos mucho antes de que lo hicieran sus enemigos racistas. Reírse de las propias debilidades es adelantarse al sarcasmo. Burlarse de los problemas propios permite restarles importancia. Si el racista aprendiera a reírse de sí mismo se disolvería como la Bruja Mala del Oeste. Por esa razón hay dos partidos en España cuya misión es impactar mofándose y despreciando a los demás.

La falta de humor es señal indudable de ausencia de autocrítica, de no proponerse la enmienda, de atornillar a los demás en una silla fija y, si fuera posible, eléctrica. En el resto del país, la gente normal pasa su adversidad consolándose y vengándose de sus circunstancias mediante memes, chascarrillos, canciones e imitaciones caseras de las fiestas populares que no puede llevar a cabo en la calle.

Aunque cómo entendemos los españoles la discusión política se cuenta en una creíble anécdota donde un orador del siglo pasado era interrumpido constantemente por alguien del público: «¿Quieres controversia?», le retó finalmente, a lo que el orador respondió en voz alta: «Acepto la controversia. No me da miedo la discusión y estoy dispuesto a escuchar los razonamientos de este señor». Siguieron unos tensos minutos esperando lo que el interruptor tenía que decir, hasta que este soltó finalmente en una explosión: «...¡Mamón!»

En 1819 el ensayista británico William Hazlitt inventó un término ya traducido a otros idiomas pero que jamás pasará a ninguno de los de nuestra península a pesar de que Quim Monzó lo descubriera hace seis años y que el covid19 ha puesto de nuevo en boga en Europa: el ultra-crepidarianismo, «la tendencia a opinar y dar consejos sobre materias de las que no tienes ni idea». Si toda conciencia de colectividad se apoya en la posibilidad de que uno pueda ser un día el otro pero, como pueblo, nosotros no tenemos esa barrera moral y no estamos capacitados para vernos en el puesto ajeno, y por lo tanto, no tener más criterio que el nuestro propio.

Tendemos a considerar los momentos de nuestras vidas como totales, definitivos e irreversibles. Por eso una amiga se me quejaba el otro día en estos términos: «¡Aquí estoy, asumiendo esta realidad inesperada que nos toca vivir!» Yo no sabía que existían realidades esperadas, porque cada mañana despierto con la sensación de que es un día distinto al de ayer. Se debe a que no concibo, como la mayoría, las relaciones humanas como una prolongación de mi espacio físico y de mi personalidad y me siento mucho más inclinado a sentir curiosidad por las vivencias de un chino de la Edad Media que por el día a día de mis vecinos; al contrario que lo que les ocurre a ellos, por cierto.

Cuando el día de san Vicente entré en cólera por ver a gente paseando por la calle sin mascarilla, guantes ni destino fijo, una amiga zanjó: «Los españoles somos así». Si parafraseaba a Eduardo Marquina con su «España y yo somos así» lo hacía con el mismo sentimiento con que lo hace VOX: más por el «yo» que por el «España» de la frase. Incluso el Ayuntamiento virtual de València, al transmitirle yo personalmente por Twitter el sufrimiento de los vecinos de Arrancapins confinados al lado de las no imprescindibles y sí molestísimas obras del «Parque» Central, me respondió con un «Son perfectamente legales», dando la puntilla final a mi conclusión de que el egoísmo colectivo hispano es como la úlcera de Buruli, una lepra contagiosa que no se puede erradicar.

«Os espera un fin terrible» -dice la Cantata BWV 90 de Bach- «desdeñosos pecadores: colmada está la medida de vuestros pecados, pero vuestra obstinada mente ha olvidado del todo a su juez». Lamento no ser optimista, pero ya no espero que el pueblo comprenda que tantas políticas inútiles y maniatadas tienen que cambiar para combatir la Hidra que nos está atacando.

Ni siquiera nos inmuta esa diferencia de ingresos entre nosotros, más palpable que nunca, que convierte a unos pocos en ciudadanos faraónicos y a otros les expulsa de sus vidas hacia la nada. Si la Asociación Valenciana de Empresarios quiere revitalizar la economía no será a costa de repartir mejor los sueldos -como ha hecho Chocolates Valor, tengo entendido- aún a riesgo de que esos bares, restaurantes, fábricas de coches y construcciones nuevas tengan que ser gestionadas por personas atemorizadas y atender a gente, no solo hinchada y aburrida de comer, sino que está preparada tras meses de confinamiento para hacer una reducción de vichyssoise con filet bourguignonne en su vitrocerámica; que habrá ya dado el coche por perdido a favor de la bicicleta y que no tiene dinero para comprarse un piso ni para mantener el que tiene.

Por supuesto, a nadie, ni al más español, catalán, valenciano, madrileño o extremeño nacionalista se le ocurren ideas extravagantes y del todo utópicas como volver a nacionalizar el fútbol y que cada ciudad gestione los ingresos de este deporte, dando cancha a la gente joven de este país a profesionalizarse y a ahorrar esos billones que se pierden en paraísos fiscales y en otros países del extranjero.

Seguro que hay muchas ideas, pero la maquinaria burocrática se encargará de aplastarlas. «No hay dinero para eso» será la más utilizada mientras se mantienen las estructuras obsoletas (¿A qué esperan para quitar todo lo que no ha funcionado y no funcionará nunca jamás?) Nos movemos en un lugar perdido donde hemos estado anteriormente, pero donde ya no nos encontramos a nosotros mismos.

Los más afortunados corren el riesgo de verse de repente en el decorado de esos barrios de la periferia, donde nadie sale a la calle porque no hay nada que hacer y los que están en un bar te reciben calculando si tu vida vale más que el traje o los objetos de valor que llevas encima, y si tendrás agallas para defenderlos.