«Una historia no tiene ni principio ni fin; uno elige arbitrariamente un momento de la experiencia desde el cual mirar hacia delante o hacia atrás». Graham Green

Mi momento, tras más de cincuenta días de estricta observancia del confinamiento, expulsado de las prisas e instalado en una nueva zona de confort gracias a nuestra gran capacidad de resiliencia, no es otro que continuar con mi trabajo entre compromisos que se abren camino en mi vida doméstica.

Cuando reflexiono sobre lo que nos está ocurriendo me asaltan muchas ideas, pero todas conducen a la idea de fragilidad (debilidad de una cosa para romperse o deteriorarse); en este caso la debilidad de la estructura económica del país.

A un virus de reciente conocimiento le han bastado días para socavar los cimientos mismos de nuestra estructura económica, lo que me lleva a pensar si éstos eran tan sólidos como creíamos, o por el contrario se ha demostrado que el sistema andaba «medio desnudo».

Tal como ocurrió en la anterior crisis económica del año 2008, la única estructura que ha demostrado una solidez impresionante es la de la familia, y en torno a ella nos hemos refugiado.

Están siendo días de mucha política disfrazada de información; porque ésta, aunque parezca que hay mucha, la importante, no nos ha llegado. Sólo nos está llegando una mínima parte de la información que necesitaríamos para tomar las decisiones correctas. Muestra de lo que digo es la esperpéntica gestión del pase de la Fase 0 a la Fase 1 en nuestra Comunidad. Los ciudadanos tenemos derecho a saber los criterios por los cuáles se dan las condiciones o no, para ir a ver a nuestros familiares, o para abrir nuestros maltrechos negocios. Sin información, cualquier decisión parece una simple ocurrencia. «La decisión correcta no es la más pensada, sino la mejor informada», decía en una entrevista la neurocientífica Shelley Taylor. Que además comentaba: «El político utiliza nuestra pereza sistemática y sus atajos para colarnos sus intereses como si fuesen los de todos. Saben que tendemos a reducir la realidad, compleja y diversa, a un cómodo blanco o negro; ellos o nosotros; lo bueno o lo malo. Hasta convertirnos en un rebaño dócil y estúpido. Para no ser borregos no basta con confiar solo en nuestro propio juicio por mucho que discurramos; hay que tener información, no demasiada, sino la buena: tan compleja y diversa como la propia realidad».

Hemos reaccionado con miedo y un punto de indolencia, y hemos descargado toda la responsabilidad en el Estado. Y a éste hay que exigirle que haga todo lo que sea necesario, dentro de sus competencias. Así, hay que exigirle transparencia, información, honestidad en la gestión, austeridad, rigor en la toma de decisiones, y que ponga a disposición de la sociedad todos los recursos necesarios para una pronta recuperación.

Pero no debemos pedirle al Estado que asuma nuestras obligaciones individuales y colectivas. Éstas son nuestras, y ya no somos unos niños, ni tan ingenuos como para pensar que el Estado arreglará todos nuestros problemas. La sociedad no puede salir debilitada y con una mayor dependencia del Estado. El Estado no puede, no debe y no sabe comportarse como una empresa. No puede convertirse en la gran empresa de este país, ni en el gran empleador del sistema. El Estado no va a poder con toda la carga que queremos imponerle. Y, además, no sería bueno que lo convirtiéramos en una fuerza omnipresente, y por ello, difícilmente tutelable.

Mucho ojo con lo que pedimos, porque a veces se cumple. Cuando oímos peticiones como la de hibernar la economía, es para echarse a temblar al ver cómo de hondo ha calado la cultura de la subvención. Así, solo conseguiríamos que el Estado invadiera todos los espacios que no le son propios.

Los ciudadanos tenemos nuestras propias responsabilidades individuales, y son ineludibles e indelegables. También las empresas las tienen, y sabemos que sólo saldremos adelante si hacemos lo que mejor sabemos hacer; crear riqueza y empleo. Con ayudas puntuales y necesarias, sí; pero sin delegar nuestra responsabilidad.

Posando la mirada en mi sector, el Turismo, la preocupación es máxima, el golpe es durísimo. Pero también ha evidenciado nuestra fragilidad. Hay que poner en valor a nuestro sector, hay que hacerlo más fuerte, más sostenible, más humano, más rentable, y capaz de generar más riqueza y más empleo de calidad. El debate sobre el modelo turístico habrá que abordarlo más pronto que tarde. Un debate abierto, sin tabúes, constructivo y enriquecedor. Porque, siempre habrá un denominador común: creemos en el Turismo como un motor económico imprescindible en nuestra sociedad.

El pintor Antonio López decía hace unos días en una entrevista: «Soy de los que cree que nada cambiará porque el hombre no sabe escuchar. No creo que salgamos mejores. Estaría bien que hubiera un enfoque austero de la vida. No porque nos lo impongan sino porque nosotros sepamos llegar a esa certeza. Tenemos una forma de vida muy invasiva, muy alejada de nuestra naturaleza (...) Si le damos la espalda, no cabe hablar de esperanza.»

Probablemente tenga razón y nada cambiará tras esta crisis, quizá no nos haga mejores de golpe, pero intuimos el camino, y me gustaría pensar que sí hay esperanza.