Es complicado encontrar un trabajo más duro que el de interna. Mayoritariamente mujeres migrantes en un entorno ajeno, sometidas a las mil particularidades y exigencias de personas mayores con necesidades físicas cada vez más graves. Personas que han aceptado vivir en casas de otros y cuidarlos durante las veinticuatro horas. Dar su vida por nuestros mayores a cambio de alrededor de mil euros al mes. Con escasos días libres. No cuenten a cuánto salen las horas. Es irrisorio. Lo aceptan porque, a pesar de lo que dicen muchos, vinieron a ganarse la vida. Y desarrollan funciones (como otros trabajadores como los jornaleros del campo o los repartidos de electrodomésticos) que los españoles y españolas evitan porque consideran que han adquirido, en las últimas décadas, derechos y privilegios para huir de esos mundos de condiciones laborales salvajes. Las internas sacrifican su juventud por la senectud de otros. En silencio, con miedo muchas veces. Con pavor a la extradición, vergüenza ante los comentarios racistas, enojo silente ante la injusticia estructural. Con la tristeza de quien ve crecer a su hija a miles de kilómetros, con la rabia de quien vive la enfermedad de su padre sin poder hacer nada. Sometidas a la dictadura de la machacona rutina. Y mucho mejor, porque cualquier novedad, con los mayores, normalmente es para empeorar la situación. Acallados los sueños, abandonadas por el sistema.

El fascismo patrio, disfrazado de opción política por las siglas de un partido de talla conservadora y prácticas ya conocidas (veremos en qué quedan sus casos de financiación irregular que están siendo estudiados por la justicia) cargan contra la población migrante (los extranjeros) al considerarla culpable de muchos de los males de esta sociedad. "Vienen a robarnos el trabajo", dicen sin ruborizarse. Invito al señor Abascal, como a otros señoritos como Espinosa de los Monteros, Monasterio o Ortega Smith, a pasar una sola semana trabajando como interna. Limpiando las heces de nuestros mayores, aguantándoles a pulso para subirlos a la silla de ruedas, paseando con ellos por pueblos desiertos, manteniéndoles una desgarbada conversación porque la demencia les acecha€ Nuestros mayores son un patrimonio, un orgullo. Cuidarlos es patriotismo. Trabajar por ellos es trabajar por esa España que tanto llenan las bocas de los seguidores de la extrema derecha, más todavía ahora con mascarillas con banderas cada vez más grandes. Ellos (y muchos de los que les siguen) edifican un país en sus mentes donde dicha realidad (la de las internas) no existe. Pero sí existe.

No siempre es fácil para las familias poder hacerse cargo de los mayores. Bien lo saben miles de hijos e hijas que se ven obligados a continuar con sus exigentes vidas de diez y doce horas de trabajo al día mientras asumen su nueva función como padres de sus padres. La ayuda de una mujer (el sesgo de género es total) en ocasiones es clave. Una salvación que ofrece tranquilidad, estabilidad y bienestar a la familia. A veces, la salva de implosionar, de enfrentar a los hermanos, de crear grietas insalvables.

Asociaciones como Valencia Acoge piden que se regularice su situación, sabedores que, en tiempos de pandemia, han quedado más desprotegidas todavía. Por mucho que los racistas las quieran hacer desaparecer, existen. Y son esenciales en el buen funcionamiento de nuestra sociedad. Esas personas que vinieron a nuestro país a ganarse la vida y que asumen trabajos durísimos para poder enviar cuatro perras a su familia. Labores silenciadas, a menudo fuera de la legalidad. Trabajos sin horario, exigencias sin control. Existen. Y son patria. De verdad. Sin banderas.