Las vacaciones, sabido es, son un invento inglés del siglo XIX. Hasta entonces, nadie interrumpía el trabajo para desplazarse a uno u otro confín, o al lado mismo de casa. Era impensable. Hoy las vacaciones son un negocio. Una buena porción de España, y prácticamente la totalidad de esta geografía periférica en la que habitamos, vive de ellas. Y gracias a ellas. O eso nos vienen sugiriendo con una indisimulada insistencia. Y como lo que da vida y riqueza acaba idolatrándose, y en este país en un santiamén se construye un altar, de repente los meses de julio y agosto son intocables, pasan a ser una deidad a la que no se le puede ni toser. El dinero entra en caja en la época de descanso, lo que no deja de ser una excentricidad, o una invitación a un análisis de Ionesco. Y los valencianos hemos acabado rezando a todo el catálogo de divinidades para que los turistas se desplacen a nuestras costas y la multitud foránea no se detenga nunca. Si se detiene, bien podríamos amanecer de nuevo en los primeros sesenta, cuando los huertos de hortalizas llegaban hasta las dunas de arena, y Benidorm era un minúsculo pueblecito salido de la autarquía. Qué postal para los ecologistas románticos y preindustriales. O las bandadas de turistas llegan o los valencianos entramos en depresión, primero económica, después mental. En cualquier caso, el verano es totémico por aquí, y esa omnipotencia ha de estar en la base de la relajación con que la Generalitat se ha tomado las medidas preventivas para frenar la expansión del coronavirus. Cuando media España había prohibido salir a la calle sin mascarilla, los valencianos mirábamos al cielo, como presos de un estado lírico exonerador de los males de la Tierra. Cuando la otra media España había eliminado el ocio nocturno de la existencia rutinaria, por estas riberas festivas nos vaciábamos de diversión, en una especie de ataxia moral (¿dónde está el bien, dónde el mal?). Las autoridades aún no han logrado detener los botellones diarios de las playas nocturnas y del asfalto urbano. No es por fastidiar, pero resulta conveniente detectar la tempestad antes de que ruja por encima de nuestras calvas y nos aplaste. Hasta los premodernos, que eran unos señores bastante fósiles, se guarecían de inmediato cuando un signo en el horizonte anticipaba la catástrofe. La política es anticipación, mucho más si hablamos del ámbito de la salud pública. Y esta vez, creo yo, y a diferencia de la época de confinamiento, la Generalitat no se ha atrevido a hablarle de tú a la epidemia. (Tengo para mí que las autoridades de València capital han sufrido un mayor desvelo). «Son las vacaciones, estúpido», que diría aquel asesor de Bill Clinton. La caja. La deidad económica. Todo eso. (¿O es que habremos perdido, los valencianos, el instinto de conservación de la especie? No hay que descartarlo).

Coches y polvo. En la Serra d’Irta, los pinos que contornean el camino son de color blanco. El verde ha sucumbido al polvo. Lo esparcen los coches al pasar. Remolinos de polvo, toneladas de polvo. A veces, se diría que el paisaje rememora el entorno de una cantera de caolín. ¿O es que ha llovido harina en lugar de agua? Si levantas la mirada, ya contemplas el mar, y los pinos un poco alejados comparecen con toda su arbórea identidad, que es la de los múltiples verdes. Pero has de hacer el esfuerzo de ampliar la perspectiva. Mientras tanto, el polvo blanquecino es el dueño y señor del santuario ecológico en las inmediaciones de la ancha senda que atraviesa la sierra. ¿Un poco de gravilla, algo de piedad para los pinos? Más abajo, pasados los humedales del Prat de Cabanes y el pueblo de Orpesa, ya en la Renegá (propiamente dicha), los coches manifiestan también su inequívoca autoridad, su indiscutible prepotencia. Alcanzan el borde del mar pese a que la entrada al paraje hay que hacerla por un túnel ­-por encima transitaba el tren- que apenas deja centímetros entre las paredes y la carrocería del automóvil. Sólo un conductor malabarista puede enorgullecerse de poseer esa habilidad. Pero ha de haber muchos malabaristas puesto que los coches invaden los pinos, se detienen a un metro de las olas, infestan el paisaje virgen, y la mezcla de naturaleza y motores arroja una representación muy inhóspita (además de contaminante): el azul del mar, el verde de los pinos, el pardo de la tierra y su esclava subordinación a los múltiples automóviles. Giuseppe Grezzi, concejal y verde, acabaría con esa iconografía anti-medio ambiente en un santiamén. Orpesa la mantiene. Han de saber que los coches nacieron para la carretera.