A Sean Connery, a quien acabamos de perder, le bastó una cifra, el 007, para ser identificado y cabalgar sobre las olas del reconocimiento. Al resto de los mortales, aunque constituyamos una identidad única, las puertas de internet nos han transformado en pulpa de números y letras. Si somos uno o una, ¿por qué esa insaciable asignación de múltiples series alfanuméricas destinadas a reconocernos?

Recordemos que el número personal por excelencia es el del Documento Nacional de Identidad, recogido a su vez por el carné de conducir. La primera fricción surge con el pasaporte, al que se le proporciona una numeración propia. La segunda, con el número de SIP empleado por la administración sanitaria. Por supuesto, las administraciones públicas emplean otros muchos números para identificarnos, aunque también cabe reconocer que han introducido sistemas cifrados únicos que nos permiten acceder a numerosos trámites sin multiplicar nuestra identidad. Quizás, en algún momento, se consiga que ese ejemplo se extienda a los carnés de bibliotecas, centros educativos, matrículas de vehículos y otros territorios de la jungla administrativa.

Mientras, seguiremos acumulando muchas más cifras a resultas de nuestra relación digital con el sector privado. Pensemos en otro número clásico: el telefónico. Ahora, si conservamos el fijo y adquirimos un móvil, duplicamos el esfuerzo necesario para guardar o memorizar su numeración porque ambas cifras resultan ser independientes; pero la telefonía móvil dispone de una vida propia que complica mucho más las cosas: el acceso seguro obliga a disponer de un PIN. Si se descarga la batería, reanudar el uso del teléfono exige de un segundo PIN, distinto del primero. Incluso, en caso de error involuntario pero reiterado, hay que tener a mano un extraño número PUK, diferente de los anteriores. Escriba el lector la secuencia completa y se encontrará con una cifra total de 25 dígitos. En este punto, es muy posible que el James Bond que conocimos hubiera sospechado de la presencia del Doctor No.

¿Concluye aquí el camino al calvario de la identificación digital? De ningún modo. Si usted cuenta con una o más tarjetas de crédito, sabrá que, para usarlas, también debe disponer de un PIN, si bien el banco le permite cambiarlo por otro de su elección. Con esa cifra y el número del DNI podemos realizar, en principio, trámites bancarios ‘online’; no obstante, si tratamos de acceder a nuestra información bancaria, el sistema nos remitirá, de vez en cuando, una advertencia: tenemos que esperar la llegada, vía móvil, de un SMS con una cifra aleatoria, cuya introducción permitirá validar que somos quienes pretendemos ser; pero nuestro banco no nos deja ir así como así: para la realización de algunas operaciones se precisa de otra cifra -la de la firma electrónica- sin la cual resulta imposible la realización de tareas tan triviales como una transferencia. Una firma que, para su obtención, requiere personarse en la oficina bancaria, previa solicitud de cita previa: hasta ese punto se han vuelto exquisitos los custodios de nuestro dinero. ¿O es una forma de convertir sus oficinas en trasuntos minimalistas y prescindibles?

¿Hemos llegado al final del fraccionamiento digital de nuestro yo? Ni de lejos. Intenten el teletrabajo o apuntarse a listas de correos que prometen informarles de asuntos que encajan con sus intereses, a empresas de venta ‘online’ o a suscripciones de diarios. Cada una le solicitará o adjudicará su correspondiente usuario y contraseña. Le obligará a realizar ejercicios de habilidad mental ante la necesidad de escoger o memorizar una combinación de mayúsculas, minúsculas, números y signos, en ocasiones de hasta un total de dieciséis (ese es el récord que conozco). ¡A ver quién se acuerda de semejante jeroglífico y, más todavía, cuando se nos conmina a que lo cambiemos cada dos o tres meses!

Si esto forma parte de la inteligencia artificial, que venga Bill Gates y calibre su coeficiente. Ante tamaña ineficiencia, exhaustos y cabreados, ¿qué acabamos haciendo para protegernos de las fuerzas cibernéticas del mal? Muy sencillo: escribir en una libreta nuestras infinitas claves, guardarlas en el cajón de la mesa y confiar en la protección de san Expedito cuando accedemos a internet.