El mundo que se acaba. Que debería acabarse para recuperar la felicidad humana que deseaba Bertrand Russell. A Manuel Castells le pudo más el sabio que el ministro, para fortuna suya y la de todos. La caterva que luce como honor su ignorancia se abalanzó sobre una matizada expresión («el mundo que hemos conocido hasta ahora se acaba») reduciéndola a parodia apocalíptica. Nada nuevo si nos atenemos a los ‘curricula’ y el modo de obtenerlos de muchos de los ilustrados voceros de la derecha realmente existente y de la izquierda analfabeta.

Ágrafos que como máxima extensión reducen sus estupideces a los ciento cuarenta o ciento ochenta caracteres. Cultura en píldoras como la democracia que nos quieren imponer a todos.

El retrovisor está operativo. Un retrovisor que nos lleva a las épocas más negras de un fascismo rampante que ahora se enmascara tras las banderas y las instituciones carcomidas por la corrupción, la intolerancia, la exclusión. Los que desean y a veces parece que lo consiguen, retroceder, esto es reconstruir un mundo imposible, el suyo.

No contentos con el expolio, la obscena reaparición de la pobreza extrema, tratan de impedir por todos los medios que el pensamiento libre circule por el entramado social más exhausto que nunca en los últimos años. Entre otras razones si las hubiere porque ellos carecen de pensamiento y no dudan en hacer gala de esta ausencia.

El virus es chino y comunista. El papa de Roma no es chino pero es argentino y por supuesto comunista. Cuando Juan XXIII también, y no digamos con la elección de Pablo VI con secuestro de las portadas de sus medios que eran todos. Para mayor escarnio este último como cardenal de Milán tuvo la osadía de pedir clemencia ante el inminente asesinato de Julián Grimau.

Que un ministro del Gobierno, constitucional y legítimo, sea ilustrado, reconocido a escala mundial, no les impresiona. Con la boina atornillada, como recordaba Caro Baroja, para impedir cualquier infiltración de las ideas en sus neuronas, vuelven por donde solían. Al cortijo de la ignorancia, de la intransigencia. Avalados por togas y uniformes cuya virtud principal podría ser el cante del papagayo opositor endogámico y vitalicio o la obediencia debida según a quién. La condena al sabio forma parte de la tradición, como la tauromaquia o la Santa Inquisición. La nómina del desprecio por la inteligencia incluye a Azaña, tan citado como poco leído, a Negrín, sin quien el Nobel de Severo Ochoa hubiera resultado imposible. Más cerca, a Jorge Semprún o Solé Tura. Una lista interminable. Como ven, puedo seguir sembrando negritas y no de lecturas solapadas, de las solapas de los libros a las que tanta atención prestaba Jorge Herralde para despertar a críticos perezosos o lectores distraídos.

El mundo que se acaba según Castells es el mundo que hemos conocido. No es el primero que concluye. Desde una perspectiva de cierta edad, quien suscribe ha visto la desaparición de la agricultura tradicional, el arado romano, los trabajos a mano, las relaciones sociales reducidas a elementales gruñidos, las letrinas o los yantares neolíticos.

Como el tiempo de las aguas limpias, la sucesión de las estaciones en este hemisferio, los vestidos ‘decentes’ de las mujeres, las misiones apocalípticas de frailes y curas persiguiendo los diablos que les carcomían su imaginación calenturienta. Mundo al que sucedían las motos, las Vespa, los automóviles, caparazones portadores del pecado, a quienes sucedieron los turistas, las turistas para ser exactos, con el asombro de contemplar las carnes al sol, y el negocio en los chiringuitos, ayer de cañizos, más tarde de luces fosforescentes.

El empeño de quienes se beneficiaron de los cambios anteriores es razonable. «Volvamos atrás, donde tuvimos beneficios». O que nos compensen la pérdida de estos mundos. Que los compensen, por supuesto, quienes siempre los pagaron con su sudor, pico, pala, bandeja, con sus impuestos: los directos, sin olvidar los indirectos que afectan sobre todo a quienes menos tienen.

Volvamos a esquilmar lo que queda de territorio. Ni un centímetro sin cemento y menos aún si es con vistas al mar o a la montaña abandonada. Construyamos sobre torrenteras y cuando el clima desatado nos inunde, reclamemos el resarcimiento de la inconsciencia.

Abundemos en actividades que han demostrado su fragilidad ante la embestida de un contagio. Busquemos el chivo expiatorio, en la mejor tradición judeo-cristiana, y en nuestro (¿) caso siguiendo las consignas del franquismo. ¿Qué mejores chivos que el comunismo y el peligro amarillo? Peligro que, por cierto, no amedrenta a insignes valedores por la vía del comercio o la enajenación de bienes públicos: una singular venganza china.

 Reconstruir con vuelta al pasado, fracasado de manera estrepitosa. Un engaño sobre otro con el objetivo de distraer a gentes angustiadas, abocadas al abismo de la desesperación y la pobreza, para sí y para sus descendientes. Volver atrás con salarios de subsistencia o menos con reducción de lo que se tuvo por conquistas en salud, educación, atenciones sociales.

 Con el poder en sus manos agreden a los gobiernos legítimos y legales, emanados del pueblo soberano al que desprecian mientras lo saquean, azuzan la jauría de sus cachorros para sembrar el caos y la confusión. Nada nuevo: la dialéctica de los puños y las pistolas no tan alejada pero con imágenes televisivas y mensajes de wasap.

Son tan estúpidas las declaraciones que podemos prescindir porque además se las fabrican plumíferos a sueldo. Sus acciones, no. La obsesiva acumulación de riqueza cava una brecha cada vez más profunda de desigualdad, obscena, insoportable que reduce a la vulnerabilidad de millones de seres humanos. No vayan muy lejos, viajen a su propia ciudad a la que tanto dicen amar tanto que asemejan al castizo «la maté porque era mía», y además me quedo con lo que le quedaba. Porque gobernar no es detentar el poder que está oculto, que huye de la luz como los vampiros de leyenda.

Lean a Castells. El ministro pasará, como todos; su obra, no. La lucidez de años, el reconocimiento descarta a los idiotas.