El gran Clint Eastwood, en dos de sus últimas películas, se asoma a esa red que tejen los poderes del Estado para acabar destruyendo la reputación o honradez de determinadas personas. Eastwood, en ambos casos, fija su mirada en los héroes: en aquellos individuos a los que la sociedad bautiza para que desempeñen ese papel. (A diferencia del personaje de ‘Ausencia de malicia’, de Sidney Lumet, donde Paul Newman es un señor anónimo al que le cuelga el ‘muerto’ la policía en la prensa). El piloto que logra la hazaña de salvar a toda la tripulación, en ‘Sully’, ha de sucumbir después a una investigación/caza que casi acaba transportándolo a la cárcel. En la otra película, ‘Richard Jewell’, un vigilante jurado protege al público de un concierto al localizar una bomba en las inmediaciones del escenario. Los aparatos del Estado creen, sin embargo, que Jewell es el terrorista que pretendía realizar una matanza. Lo acusan sin pruebas, espoleados por la opinión de un antiguo jefe, que les cuenta sus rarezas. (Si un individuo, en esta sociedad, se comporta de forma inusual y se aparta de la conducta convencional de la tribu, o lo separa la tribu o recaen las sospechas sobre él). La estampida mediática inducida por las instancias policiales y judiciales contra Jewell es brutal. Sabemos que es inocente. Lo saben los espectadores, el director de la cinta, el último inuit de Alaska, los masai del Serengeti en pleno, el planeta entero. ¿Quién decide iniciar la investigación contra el vigilante, filtrar a la prensa las falsas sospechas, adueñarse de su casa, requisarle a su madre hasta las bragas y la aspiradora, y, en fin, desatar la caza de brujas contra el guarda virtuoso? La policía, bajo el amparo del poder judicial. El realizador converge aquí con una larga tradición de Hollywood que cuestiona la integridad de las personas que forman los aparatos del Estado. Eastwood, además, eleva el tono. Al parecer, alecciona, no estamos seguros en ninguna parte y tampoco podemos confiar en nuestro último abrigo como ciudadanos: el de los poderes del Estado. En nuestro entorno real, esas arbitrariedades las achacábamos antes de la Transición a las cloacas del Estado, pero ahora algunas lucen a plena luz del sol, tan campantes, quizás desde que la política ha entrado en una fase de incertidumbre y debilidad y parte de su autoridad y de su espacio lo han ocupado los estamentos dedicados a guardar eso que se llama el orden social. ¿Cuántos casos Jewell ha habido en este reino de Dios y de don Jaime I? Estaría muy bien hacer un listado ‘científico’, es decir, neutral.

Otros dos grandes. Uno de los versos de la enorme aventura poética de Francisco Brines, y uno de sus preferidos, es éste: «Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde». No sé si obra y vida se podrían envolver con esa concisión, porque los universos son frágiles y los intentos de definirlos más, pero yo cada vez que recuerdo ese verso suspendido en el tiempo de su Oliva natal lo asocio -será cosa del freudanismo que nos abduce- con la génesis de la poética de Miquel Navarro. Si mandamos al exilio las ascesis elegíacas, despachamos las meditaciones sobre el irrevocable paso del tiempo, perdemos de vista las grietas de la existencia, es decir, si nos abstraemos de la historia y decimos adiós a los dos mundos atónitos de Brines/Navarro formados tras descubrir el mundo y su destrucción, nos encontraremos con los paraísos perdidos de Elca y Mislata, las acequias de Miquel y los naranjales de Brines, donde «reposo en la luz». Juego de niños el de Navarro, meditación moral la de Brines, uno cree que los dos estarán de acuerdo, y acaso coincidan, en que la creación debió concebirse al revés. Deberían morir, ellos que son ‘inmortales’, en el líquido amniótico de sus madres y no resistiendo las artritis sucesivas. En todo caso, ambos están de enhorabuena. Brines, con el Cervantes bajo el brazo (¡ya era hora, maestro!) y Navarro cediendo su colección para que repose en la morería de su Mislata natal. ¿Dónde, si no, se podía producir el milagro? Miquel elaboró su primera figura moldeando barro de una acequia de Mislata, rodeado de huerta. Y contempló absorto los edificios de València para después elevar esas ciudades/poema que son a su vez un cuerpo humano. Mislata es el refugio perfecto para que sus piezas mediten sobre los abismos del tiempo (el de Brines, sí) y creo que los esfuerzos del alcalde Bielsa han sido imprescindibles para que el orden de las cosas -todos esos trámites inexplicables de los humanos- convergiera en su voluntad con el orden de las ideas.