Escucho a Gustavo Gardey. Veterano sindicalista de la UGT y, hasta hace poco, director general de Trabajo de la Generalitat, es una persona inteligente, empática y luchadora. Pude reconocerlo hace ya 35 años, cuando ambos coincidimos por motivos institucionales en una visita a la actual Bielorrusia. Desde entonces, he podido confirmar tanto aquellas cualidades como su inclinación al diálogo sereno.

En los últimos tiempos, Gustavo ha cambiado de tercio, tras detectársele una enfermedad de las llamadas raras. Resistió con bravura, manteniéndose en sus responsabilidades para afrontar el ciclón de los ERTE que se desató a raíz de la pandemia. Ahora, se ha fijado un nuevo objetivo. Si durante largo tiempo lo fue la lucha por la justicia en las relaciones industriales y contra el paro, ahora lo es a favor de los afectados por esas enfermedades: dolencias tan insólitas como para estar presentes en una de cada dos millones de personas, como es su caso con el denominado síndrome de Shy Dragger.

Estas patologías, por su peculiaridad, apelan al sentido último que, como seres éticos, atribuimos al valor de la igualdad. Porque las enfermedades podrán ser raras por su escasa frecuencia, pero no convierten en extraños a quienes las padecen. Su humanidad es la humanidad de todos. Su sufrimiento es el sufrir de todos.

Si aceptamos que las características de las enfermedades raras no se alejan de otras patologías crónicas más que en el número de pacientes y que el derecho a sanar es el mismo en ambos grupos, tendremos que aceptar que algo falla en nuestros sistemas de salud cuando los recursos asignados a las primeras se alojan en un minúsculo cuarto trasero. Una realidad que denuncia Gustavo y que ocupa mis propios recuerdos desde que escuché, de una galardonada con los Premios Rei Jaume I, la lucha extraordinaria que libraba cada día cuando, tras concluir sus labores profesionales ordinarias, tenía que preparar, materialmente, la comida especial que precisaban para sobrevivir los niños afectados por otra enfermedad rara.

Aceptar la lucha contra estas enfermedades constituye una respuesta justa porque injusto resulta que, quienes experimentamos patologías normales, -en el sentido de mayoritarias- aprovechemos la fuerza que proporciona el número para relegar lo que, por puro capricho de la naturaleza, se sitúa en el espacio de lo singular. Por ello, la escasez de respuestas farmacológicas a las enfermedades minoritarias no merece permanecer en la periferia de las reacciones públicas. Más aún cuando la industria destinada a sanar se aleja de lo poco rentable y, pese a ello, recibe fuertes estímulos económicos de los gobiernos, como los destinados a I+D. Unos fondos, procedentes de nuestros impuestos, que no reciben compensación ni siquiera cuando, gracias a ellos, las empresas obtienen y patentan medicamentos de rentabilidad millonaria. Una acción, preferentemente europea, podría reformar tal estado de cosas para que la recepción de apoyos públicos, destinada a medicamentos exitosos de amplio mercado, se compense con un retorno invertido, necesariamente, en la investigación de las enfermedades raras.

Por su parte, las comunidades autónomas, si no lo han hecho todavía, precisarían plantearse una estrategia común, junto al Ministerio de Sanidad, para que la disponibilidad de medios obstaculizadores de las enfermedades raras dispusiera de un horizonte asegurado, fijado en un porcentaje del presupuesto anual destinado a la asistencia sanitaria. Un presupuesto que contemplara los servicios de mayor proximidad y el establecimiento de centros inter-regionales de alta especialización.

Finalmente, la respuesta de los investigadores se encuentra, asimismo, sobre el tablero. Las enfermedades cuya presencia abunda son las que acumulen mayor atractivo para los científicos, ya que la obtención de progresos promete mayor visibilidad social y reconocimiento profesional. Por ello, la propia comunidad científica debería ser la que sugiriese o adoptase las orientaciones necesarias para limitar este tipo de sesgos.

Son objetivos ambiciosos. Dependen de decisiones que, tradicionalmente, han basculado en otra dirección ante el peso de lo que se considera racionalidad económica y las preferencias sociales y políticas por lo mayoritario. Aun así, Gustavo Gardey está acompañado en sus propósitos: los moldes éticos que los revisten merecen equilibrar el fiel de la balanza.