Nuestra sociedad ha sucumbido a la mentira o, como titulaba su obra Adam Soboczynski, ha desarrollado El arte de no decir la verdad. Se trata de ese maldito síndrome de aparentar lo que no se es, o de fingir las cosas de un modo en que no sucedieron con el único propósito de arrimar el ascua a su sardina. Si no fuese así, probablemente redes sociales como Facebook o Instagram no serían tan populares y exitosas, donde el disfraz y la simulación se han convertido en un modo de vivir.

No me atreveré a decir que la mentira es un vicio reciente cuando se trata de una tradición bíblica. En el Génesis tenemos al primer asesino de todos los tiempos -aquel envidioso Caín– intentando esconder a Yahvé el asesinato de su hermano Abel con sus manos manchadas de sangre. Ni qué decir del patriarca judío Jacob haciéndose pasar por su hermano para engañar a su padre y obtener una bendición fraudulenta. No seré yo, pues, quien diga que el ser humano no es mentirosillo por naturaleza, pero sí que las mentiras nunca han estado bien vistas. Ni siquiera cuando sirvieron para la obtención de fines compartidos por muchos.

La mentira siempre ha sido considerada una daga rastrera como la de los senadores que acabaron con Julio César a las puertas del Foro romano. La mentira jamás ha contado con ningún prestigio, algo que sí tuvo la filosofía clásica, con el único fin de contar la verdad. Y por supuesto, muchos siglos después también el método científico procuró dar en la diana de lo verdadero como único e ineludible éxito.

Al fin y al cabo, la sociedad occidental comprendió que la mentira era un defecto de fábrica, ese desliz inconfesable que el ser humano no podía esquivar para engordar su ego. Sin embargo, nunca como hoy, el arte de mentir -o fingir- estuvo tan bien valorado, como si fuésemos hábiles abogados frente al gran jurado, donde el único y verdadero triunfo es engañar al público con nuestra hábil oratoria o con el photoshop de una imagen.

Aunque parezca paradójico, la peculiaridad de nuestra sociedad postmoderna es exultar al mentiroso y otorgarle amnistía a sus mentiras una y otra vez. El engaño busca el ruido y el enredo, y una mentira repetida mil veces se acaba convirtiendo en verdad. Es un principio básico en el arte de mentir, pero olvidado por aquellos que beben las fakes news como un refresco a la salida de un desierto.

La política es reflejo de nuestra sociedad y, por tanto, el arte de mentir se ha convertido, en gran manera, en el arte de gobernar. Pero, ¿qué sucedería si se apostara por la verdad? ¿Hay algún político que pudiese progresar sin el maquillaje del fingimiento? ¿Es que acaso soy el único a quien las falsedades me producen hartazgo? ¿Por qué nuestra sociedad no es capaz de avergonzarse del embuste y decidimos condenar a quien ejerza la mentira?

Vivimos en un eterno estado prelectoral -este parece el sino de España en los últimos años- donde unas mentiras indignan más que otras. Tragamos con sobres y sobresueldos fraudulentos, con tesis doctorales plagiadas o abrazos cainitas con el único fin de llegar a la cima. Son pequeños embustes que los votantes de cualquier espectro político admiten como mal menor, sin una reprobación pública de lo vergonzantes que deberían ser las mentiras.

Desde mi punto de vista, los engaños más groseros e insoportables son aquellos que buscan descalificar al contrincante con insultos de patio de colegio, con etiquetas vejatorias repetidas una y otra vez por las poderosas huestes mediáticas con las que cuentan los mentirosos según dónde estén o quiénes sean. Creo que es intolerable y que nuestra sociedad no debería dar por amortizada la infamia porque la abandere un miembro de nuestro partido o de la organización a la que pertenecemos.

Estamos acostumbrados a escuchar que la sociedad está harta de sus políticos, pero se trata de la misma sociedad que no se atreve a premiar la honestidad y castigar sin tapujos la mentira, venga del espectro político que venga. Si fuese así, probablemente otros gallos nos cantarían a coste del contribuyente.

Según un estudio titulado Ciencia de la honestidad, dado a conocer en la convención anual de la Asociación Americana de Psicología, decir la verdad mejora la salud física y mental de las personas. Es algo que deberíamos comenzar a visibilizar en nuestra vida y proyectar en nuestras decisiones políticas, sociales y humanas. Es hora de deslegitimar a la mentira como un patrimonio del bien común.