Me he preguntado en distintas ocasiones en este periódico, si el Gobierno de España, conscientemente, está ensayando distintos atajos a la ley en el desarrollo de su competencia legislativa, así como en la interpretación que a cada una de sus actuaciones aplica. Ahora, con motivo de las declaraciones efectuadas recientemente por el propio presidente Sánchez, pronunciándose a favor de otorgar el indulto a los condenados por el delito de sedición en el conocido como “procés” de Cataluña, vuelvo a cuestionármelo. Sobre todo, tras conocerse el informe preceptivo y contundente del tribunal sentenciador, es decir, de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, en sentido claramente negativo. Viene a decir el presidente Sánchez, que de lo que se trata es de evitar la aplicación de la venganza y revancha a la hora de considerar si los condenados reúnen los requisitos legales exigidos por la Ley del indulto de 1870. Ahora, ha añadido la magnanimidad. Como mínimo, es verdad que sorprende tal alegato en nada menos que de un presidente de gobierno de un país tan democrático como España. Que tiene una Constitución de las más avanzadas del mundo tanto en derechos políticos como sociales, y que consagra, sin ambages, la independencia del poder judicial, sin la cual no existe democracia alguna.

Desde luego, se puede considerar que el presidente puede hallarse en un craso error de valoración, por creer que el indulto pudiera ser beneficioso para la pacificación de la comunidad autónoma de Cataluña, omitiendo, eso sí, que los condenados pertenecen a partidos o partido, que son sus aliados habituales en el Congreso de los Diputados y que, por tanto, pueden condicionar su continuación en el poder. Esto alimenta, objetivamente, sin duda alguna; la sospecha de la existencia de un interés espurio en su decisión. Y además, se trata de la concesión de indulto a unos condenados que han tenido un proceso público, con todas las garantías, que cumplen su condena sin demoras y con una laxitud incuestionable. Se podría añadir también, que podría tratarse de una ofuscación política. Sin embargo, esto choca, paladinamente, con una evidente falibilidad, impropia de tan alto cargo, con solo atenerse a los datos objetivos. Si valoramos la figura jurídica de la equidad, que subyace en la institución del indulto, que contempla siempre los méritos o deméritos del comportamiento del condenado, tras serle aplicada la justicia, que, desde luego, no puede prescindir de la ley; nos encontramos con un auténtico demérito de los sentenciados. Efectivamente, todos han dejado paladinamente claro, que volverán a repetir los actos que les han llevado a su condena, lo que convierte en inadmisible la concesión del indulto. Su acceso exige unos inexcusables requisitos legales y morales mínimos: arrepentimiento y promesa de no volver a las andadas. Pero siguen en la contumaz rebeldía. Por eso, hoy, la medida de gracia se convertiría en un evidente atajo a la legalidad constitucional, lo que debería llevar al presidente a desistir de su empeño.