La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) que declara la inconstitucionalidad de algunas medidas bajo el estado de alarma ha provocado multitud de los más variados comentarios, no siempre acertados. Algunas tertulias podrían hasta dar hasta rubor por lo que en ellas se oye, con lo simple que es la cosa (pero parece mas fácil calificar las decisiones de conservadoras o progresistas, con tal de no leer algún renglón de la Constitución que parece cosa aburrida).

Un buen amigo me dijo que había tenido yo el miércoles un buen regalo de cumpleaños al darme la razón el Constitucional en lo que en este periódico defendí tantas veces el pasado año. Tal vez por ello me veo en el deber de aclarar algún concepto, aun sin haber podido leer la sentencia, que cuando llegue merecerá atención.

En primer lugar, ni nuestra Constitución ni nuestro ordenamiento impide limitar derechos (el TC está cansado de decir que no los hay ilimitados), lo único que hace es establecer garantías para que tal limitación o restricción, de tener que producirse, se decida por la autoridad competente. Todos conocemos, por ejemplo, los autos judiciales que autorizan registros domiciliarios o control de comunicaciones y no nos rasgamos las vestiduras porque en ello consiste la garantía de que no estamos en manos de la autoridad gubernativa.

En segundo lugar, siempre dije que era inconstitucional el estado de alarma, no el confinamiento ni otras medidas necesarias para frenar la pandemia. Porque en el Estado de Derecho no solo es necesario respetar los fines u objetivos, sino también los procedimientos y la titularidad de las potestades, pero sobre todo, y muy especialmente, en un Estado que además de Estado de Derecho lo es democrático, se ha de respetar la Constitución y todas las instituciones que la misma estableció por algo. Por ello dije siempre que el estado de alarma no era sino un modo de saltarse a la torera al Parlamento (y critiqué también que no se considerara una actividad esencial que debía estar bien despierta y activa).

En tercer lugar, no es inconstitucional enfrentar la pandemia, sino hacerlo sin respetar los procedimientos, hacer casi ‘a la chita callando’ -aunque jurídicamente debería decir ‘por la vía de hecho’, cosa que está bien en las urgencias si se pudiera aplicar lo de ‘a lo hecho pecho’, pero de eso, nuestros políticos, nada de nada.

Siempre dije que la ventaja del estado de excepción era que el Parlamento se pronunciara, que 400 ojos ven más que dos, que todos nos corresponsabilizáramos y que nadie creyera (siquiera el presidente) que era Superman ante una situación tan grave como la que se nos presentó. Aunque hoy he vuelto a oir en la radio que él solito salvó 450.000 vidas, y visto así solo me queda tomar las cosas a chirigota.

En cuarto lugar, se habría evitado destrozar algunos institutos constitucionales, pues hoy por hoy yo ya no sé qué es el estado de alarma, pues el de este año 21 de varios meses ya ha sido más que de chirigota. Y tanto ha sido así, que la última vez que escribí en Levante-EMV me hacía eco de la angustia que todos manifestaban al quedarse sin su juguete del estado de alarma. Es lo que sucede cuando alguien tiene una ocurrencia y todos le siguen sin más ni más.

Por cierto, acabo con algo más actual y preocupante: no hace falta ningún estado excepcional para poner orden en nuestras fiestas nocturnas, ni lo que llaman ocio nocturno es ejercicio de derecho fundamental alguno (como no lo es ir en camiseta por casa en pleno invierno gracias al uso desmesurado de la calefacción, cosa que otro buen amigo mío califica del nuevo derecho fundamental joven).

Habría estado muy bien que el Gobierno impulsara y el Parlamento discutiera una ley (o reforma de las que tenemos) para la situación actual de pandemia como han hecho los países democráticos de nuestro entorno. Pero también esto me suena a dicho varias veces ya y, por tanto, cansino por mi parte, por lo que lo dejo. La cuestión es que el Parlamento sí existe, por más que en algunas ‘democracias’ hispanas no sirva para mucho.