Con el advenimiento del consumismo, del comprar por comprar, llegó la obsolescencia programada y el imperio del capricho. Los anuncios no hablaron más del coche pero mostraron la casa perfecta, la familia perfecta, el barrio perfecto y el trabajo perfecto de quienes lo conducían. Ni siquiera garantizaban el buen funcionamiento, sino la sonrisa permanente. Ya no era un vehículo, sino una mina de felicidad. Aquello supuso una revolución publicitaria que todavía sigue vigente, aunque no es la última; porque lo último en publicidad, el último grito, casi el último baladro, por lo chabacano, tramposo y estentóreo del procedimiento, es agregar un postizo ideológico en el anuncio, mezclar la publicidad y la propaganda, intentar coaccionar al espectador apuntándole con la corrección política. Y el espectador, mayoritariamente gregario, infantiloide, ignorantón —tal es la caquexia intelectual que ha traído el abandono de los libros y el apego a las pantallas— no se resiste, no analiza, no cuestiona, sino que cede y se viene abajo al primer embate. La tabarra política se ha extendido a los anuncios. Muchos anunciantes incorporan tasajos de pensamiento débil para integrarse, para mostrarse concienciados, militantes e incluso reivindicativos del populismo, el charlatanismo y la demagogia delirante que ha suplantado actualmente al sentido común. La cúpula del trueno ha dispuesto que la publicidad ingiera el veneno de la ideología, y a los anuncios les han salido unas pústulas muy subversivas, muy transgresoras, que supuran comunismo, enseñaculismo, pizpiretismo y empoderamiento. Ya no es prioritario identificar el producto —del que sigue sin hablarse— con una vida exitosa y un físico estupendo; lo prioritario, lo imprescindible, lo que manda hoy en publicidad es que los protagonistas del anuncio bailen mucho el reggaeton, enseñen mucho el culo y sean muy, pero que muy feministas. Da la impresión que la publicidad se pone al día, pero lo cierto es que se pone cobarde y servilona, que se apunta con pesar, indiferencia o alborozo a la procacidad internacional o la internacional procaz. Los anuncios, de manera más o menos forzada, guiñan el ojo al tema candente de turno, al sol que más calienta; escenifican una corrección política traída por los pelos, embutida con calzador, y tan distinta de la realidad real que canta por soleares. Se quiere halagar a la caverna republirrancia, y se perpetra la consigna falaz, el prejuicio ideológico y la desnaturalización fanática. Se presenta una vida que no es falsa por idealizada, sino por ideologizada; que muestra como general una visión sesgada y minoritaria, un retrato capcioso de la existencia. El caso es que los nuevos anuncios vienen tocados de ideología barata y costumbrismo populista, y saturados de la quincalla perroflautera que arrasa entre las multitudes ignaras, reggaetonas, pornointoxicadas y tolondras. Pasa en el marketing como en los malos colegios, que renuncian a sus principios para no perder alumnos y se bajan los pantalones a la primera — «es el pan de todos», oí decir a una maestra palurda que, para más inri, estaba en la directiva—. En efecto: son los garbanzos. Eso lo justifica todo a los ojos del rebaño. La meta suprema, el chilindrón absoluto de algunos no va más allá de llenar la tripa y revolcarse de terraza en terraza, de hamaca en hamaca y de garito en garito. Molicie, pirujeo y arbitrariedad en roman paladino, que son vocablos antiguos pero certeros porque lo nuevo, lo actual, es más viejo que la Charito. No hace falta poner ejemplos: unos y otros tenemos en la mollera los anuncios de marras, esa publicidad casposa, recalcitrante y empeñada en clavar la tachuela por lo gordo. Las marcas añaden agente ideológico a sus imágenes y textos promocionales para sintonizar con el gusto porcino de la turba extraviada y de paso adular en firme, por si las moscas, a la poltrona politburona. Se llama publideología.