Del fútbol nunca se sale bien», me confesó hace años, con tono resabiado, una leyenda del Valencia. Una leyenda mayúscula, con centenares de partidos y tantos goles inolvidables a sus espaldas como para merecer una estatua. Da igual que sea para cambiar de club o colgar las botas. Manejar los tiempos de una despedida en una materia como el fútbol, de latido visceral en la grada y asediada por la lógica implacable del negocio, resulta complicado incluso en clubes que son multinacionales y tienen a su disposición una maquinaria espléndida de mentes y recursos para ganar el relato, para anticipar y moldear a su antojo cada «último baile». Nadie osa irse en la cresta de la ola de rendimiento y celebridad. Las señales que se atienden son las del primer silbido que anuncia la decadencia o la pelea con la directiva de turno. En el deporte de élite pocos afrontan la valentía de intuir, como Miguel Indurain en 1996, que cinco Tours consecutivos no le iban a servir para alcanzar a un Bjarne Riis que se escapaba silbando en las rampas de Hautacam. «Lo mismo nos da si nos vamos a casa», qué más daba saber si aquella era una pájara pasajera. Que Leo Messi, quizá el más grande junto a Maradona y Pelé, no se haya despedido en un Camp Nou lleno y con planos alucinantes de dron, es la prueba definitiva.

Alguien rebatirá, con razón, que la tarde en la que Francesco Totti puso fin a su cuarto de siglo de fidelidad con la Roma sí encaja en la despedida soñada, con todo el Olímpico teñido de amarillo y rojo coreando el himno de Antonello Venditti a su eterno capitán. Pero toda aquella apoteosis era bella sobre todo para nosotros, espectadores externos con propensión a empatizar. Para la mitad de la ciudad fue una jornada terrible. Así se mostró en el llanto desgarrador de los romanistas. Y el «esto se ha acabado y ahora tengo miedo» de un Totti que había perdido un pulso desagradable con su entrenador, nos anunciaba que toda despedida, para ser perfecta, debe pasar el peaje de la herida y el trauma.

Del fútbol raramente se sale bien. A Kempes, cómo duele escribirlo, primero lo echó la grada y una década después, en su homenaje, acabamos pidiendo el fichaje de Romario. Quizás las mejores despedidas son las que no se anuncian. La del gol de Arroyo ante el Espanyol en la penúltima jornada de la grandiosa 95/96, que estiraba la última esperanza de luchar por el título. O el abroche de la década de Baraja, subido a hombros de Zigic, con la misma escena sencilla con la que se despidió veinte años atrás a Subirats o con la que acaban miles de partidos en campos amateurs o en la calle. O siempre quedará Pablo Aimar, que quiso que su último partido fuera federándose en el club de su pueblo, la Asociación Atlética Estudiantes de Río Cuarto, para jugar con su hermano y hacer realidad el sueño de su padre, entre fuegos artificiales, en una noche que impactará para siempre en el imaginario de sus vecinos.

A excepción del adiós de Puchades, cuando el fútbol solo era fútbol y al que se le quería tanto que hubo que homenajearle dos veces, en Mestalla nos cuesta gestionar un momento que ya escasea ante la tendencia del club en mutilar potenciales «one club man» para sufragar su desastrosa gestión. Pero de todas las omisiones y pecados nos purificamos en el Partido de Leyendas del Centenario. Allí estaban todos, entre una bruma de pólvora, de Mañó a Cañizares, en un adiós colectivo mágico, muy indicativo de la capacidad innata del valencianismo para regenerarse. Una velada en la que se asentaba todo el increíble caudal sentimental del Valencia y en la que muchos pensamos que sería el capital identitario para proyectar un futuro en base a esos referentes y no a la tentación de las expectativas. Dos años y medio después empezamos a darnos cuenta que no solo despedíamos a los mitos sino, también, a una manera de respirar el fútbol que parece en extinción. El fútbol es irreversiblemente el deporte dominado por fondos soberanos que han destronado a hegemonías clásicas, de millonarios comisionistas aliados con agentes que aterrizan en históricos alirrotos. Es una guerra de poder y de alianzas cada vez más explícita que rebaja al aficionado a la figura de un cliente desarraigado.

En el proyecto interminable de aprender a despedirnos de nuestros mitos, no nos dimos cuenta que se está oficiando el adiós del fútbol que conocimos.