Recuerdo un titular periodístico, «El nuevo orden», que sobrevoló Mestalla con insistencia en los meses posteriores al doblete de 2004. Con el acuerdo de venta de las acciones de Paco Roig a Juan Soler -proceso tutelado por la Generalitat del Partido Popular- nacía una expresión rotunda. Pronunciarla daba seguridad. Sonaba a acero, hormigón y paz. El Valencia, decían, se instalaba en una mayoría accionarial que sería el muro que protegería a la entidad de todo amago de división societaria, una constante desde su conversión en SAD en 1992. Ya no cabían distracciones que aminorasen la velocidad de crucero del proclamado mejor club del mundo. El nuevo orden ayudaría a trazar proyectos sólidos, serenos, ejecutados desde las decididas mentes de las nuevas élites emergentes, en comunión perfecta con las administraciones.

Había tanta estabilidad y ausencia de contestación interna que (sonido de disco rayado) os preguntaréis como acabó urdiéndose una trama de secuestro entre expresidentes por no cobrar de la venta del club a un fondo uruguayo y que, para echarles, hubiera que organizar una ampliación de capital pagada por un banco que sería intervenido y que obligaría a un proceso de venta oscuro para acabar en manos de un magnate singapurés. En 2014 se daba una vuelta de tuerca al «nuevo orden», con dos cucharadas extra de grandilocuencia, hasta transformarlo en la «mayor transacción del fútbol mundial». La euforia desatada en el desembarco de Peter Lim era solo la desesperación de una ciudad con las defensas bajas.

La mayoría accionarial del Valencia ha ido aumentando en la última década sus porcentajes sin que ese fenómeno se haya traducido en perdurabilidad, raigambre, garantías. Todo lo contrario, ha ido acortando cada vez más la distancia con el acantilado y ha sido un mecanismo básicamente creado para sobrevivir y huir hacia adelante. Aquel 40% de Soler se transformó en 50,03% con la venta a Dalport, de ahí a una ampliación con el 76% en poder de una Fundación sin recursos y avalada por un gobierno autonómico.

Para sobrevivir al desastre reciclado de su propia gestión, Lim ha ido aumentando su cuota hasta acaparar el 83%. No será el techo. Después de jibarizar el «fair play» de 160 millones a 30 en solo tres años, se acercará al 90% al acabar capitalizando parte de su deuda particular, y de cobro inviable a corto plazo, para tratar de aplazar el colapso.

En los 7 años de Lim en Mestalla, la trampa del nuevo orden ha sufrido una mutación. Aislado el exceso de «sentiment» como causante de la ceguera que llevó al club al ocaso, desde Meriton se ha proclamado que esa ausencia de pedigrí se contrarrestaría con la perspectiva cosmopolita de su visión del mundo.

Ante los bajos instintos del pueblo llano, la frialdad de un modelo global.

Si ya se despejaron las dudas de la carencia de sensibilidad para entender el mestallismo, las cifras del «fair play» han dejado claro que de capacidad de gestión tampoco se ha ido sobrado. Ni sentiment, ni negocio. Mientras el porcentaje accionarial siga escalando lentamente hacia el 100% para enmendar cada error cometido desde 2004, solo queda un consuelo: Mestalla puede volver a llenarse y es la única esperanza para rehabilitar todos los contrapesos que un día decidimos volar para comernos el mundo.