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Tonino Guitian

Amor a los cetáceos, no a las ballenas

El domingo es un día tranquilo para leer una de esas atractivas columnas que tienen el cuajo de empezar con «tal día como hoy se publicó Moby Dick», luego hacen un paralelismo sensible entre las ballenas y el fin de la Humanidad y te dejan tan conmovido como inquieto.

Yo también busco hacerles sensibles, pero no busco que sean blandos. Comprensión no es lo mismo que permisividad, ni tampoco la sinceridad educada es dureza.

Créanme si les aseguro que soy sumiso a las costumbres y no se me ocurriría lanzar una pedorreta a mi jefe si me tocara el bote de los Euromillones. Cuando me invitan a una cena de postín, mojo mis dedos en el aguamanil de agua tibia y pétalos de rosa. Si me invita el pueblo llano a un esmorçar de forquilla, soy el primero en iniciar el concurso de eructos como una expresiva prerrogativa a la democracia. Sé que un acto así, realizado sin pensar, puede atraerme una simpatía automática o una enemistad eterna. Pero juro que no deseo verme como Lord Avon como, por cierto, se van a ver muchos en las próximas elecciones. Ni sentirme tentado de hacer ese ademán, tan típico napolitano, al bondadoso Churchill de turno que toma las decisiones que nos afectan a todos ante el caos.

Comprendan también que no me extasíe ante la freidora de rosquillas artesanas, expresión genuina de cualquier folklore, y me guarde para mis adentros la opinión sobre las diversas porquerías y antiguallas, características y pintorescas, que se me ofrecen cuando viajo al extranjero a visitar a mis amigos, incapaces de asumir su realidad, igual que a nosotros nos amarga dar nuestro brazo a torcer con la nuestra. Por eso yo les digo que el suyo es el primer país del mundo, el faro de la cultura, la cuna de la civilización, y que la humanidad confía que nos guíe entre las tinieblas.

Si mis anfitriones me preguntan si creo que su ayuntamiento es negligente, o si encuentro fastidiosa la cantidad de personas sin hogar que duermen a pleno sol en la calle, me aprestaré a contestar que todos los consistorios cometen fallos comprensibles y que siempre hay alguien deshonesto entre el equipo de probos funcionarios. Respecto a los sin techo, añadiré que Henri Lefebvre, autor de «El Derecho a la ciudad», advertía del peligro de acabar reduciendo lo público a un mero espacio de tránsito. Que he advertido que sus mendigos tienen variables identitarias fascinantes, como la de ser todos de su misma nacionalidad. Que por sus desacomplejadas vestimentas de diversas procedencias, son el ejemplo vivo de la integración en la ideología de género.

Si no sé qué elogiar, proclamaré las virtudes astringentes de su plato nacional, recurso suficiente para dirimir durante horas acerca de las ciencias del estómago, lugar que nos reúne a todos, cada cual según sus gustos, con una solidaria finalidad fisiológica universal.

Con los negacionistas de la realidad hay poca batalla. Con cuidado diario, nos demuestran que nuestro escepticismo no es otra cosa más que nuestra poca preparación para asir la verdad. Cultivan la habilidad de dar cifras que satisfacen nuestras primeras prevenciones. ¿Se dan las mismas oportunidades al sin techo nacional que al extranjero, a la mujer que al hombre, a la mujer maltratada o sin estudios que a la que no es? Claro que no se prioriza. Hay recursos específicos, rentas, prestaciones. Hay ayudas en función a requisitos y según la situación. Ponerlo en duda es escorar insensatamente hacia el extremismo polaco, hacia el totalitarismo resumido de breviario.

¿Tendría yo que mandar a los pobres que se presentan ante mi puerta a esas burocráticas trampas que son ciertas instituciones de previsión, frías como bancos, en las que son canapeados, por turno, los que distribuyen las monedas que nos han robado los administradores a través de nuestras necesidades inmediatas o indirectas?

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