Entre las numerosas imágenes simbólicas que nos ha dejado Carmen Alborch (Castelló de Rugat, 1947-Valencia, 2018) vienen a la memoria algunas que marcaron toda una época. Así podemos evocar aquellas asambleas universitarias de finales del franquismo y de la Transición donde la militante feminista se entretenía en hacer ganchillo mientras escuchaba las intervenciones de otras compañeras. O dos décadas más tarde su impresionante irrupción en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, melena al viento, sonrisa al frente y con la cartera de ministra de Cultura en su mano. En aquel 1993 los rumores machistas de bastantes diputados demostraron que la política española tenía, y tiene todavía, mucho camino por recorrer para no valorar a las mujeres por su aspecto, sino por su valía. Cuando el entonces presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, Felipe González, catapultó a Carmen al Ministerio le ofreció a la entonces directora del IVAM dos razones que explicaban su elección. «Aparte de tu brillante currículo te han recomendado para el puesto una antigua pareja y el ministro al que vas a sustituir [Jordi Solé Tura]. Me parecen dos opiniones fundamentales a la hora de valorar a una persona», le dijo con retranca el presidente. Vitalista, transgresora, moderna y culta, feminista de alegría y socialista sin dogmas, Carmen Alborch había trazado una magnífica carrera hasta ser nombrada ministra, una trayectoria que rompió los caducos esquemas de lo que debía ser una mujer política de izquierdas. Y todo ello siempre con una sonrisa entre ingenua y cómplice y con una humildad que se ganaron la admiración de los suyos y el respeto de los adversarios.

Pero Carmen no se conformó con su dedicación a la política y ya en su madurez emprendió una actividad paralela y fecunda como escritora que comenzó con el éxito de Solas, un libro que supo conectar con mujeres de toda edad y condición y también con muchos hombres deseosos de comprender mejor a sus madres, hermanas, parejas o amigas. Tras aquel ensayo y siempre desde una perspectiva feminista y de progreso social Alborch publicó Malas, Libres, La ciudad y la vida y Los placeres de la edad. De este modo se convirtió en una de esas contadas excepciones de políticas que han sido intelectuales al mismo tiempo, que han sabido compaginar la práctica y la teoría. Una exposición en el Centre del Carme, comisariada por Salvador Albiñana y José Vicente Plaza y que permanecerá abierta hasta enero, nos recuerda ahora las múltiples facetas de aquella rebelde estudiante de Derecho en Valencia que llegó a ser ministra de Cultura y escritora elogiada. Pero al margen de la inevitable nostalgia que nos invade a la gente que tuvimos la fortuna de conocer a Carmen Alborch cuando vemos sus fotos y sus objetos, esta muestra debería servir para que las jóvenes generaciones tomen ejemplo de una mujer a la que el ejercicio del poder no cambió su semblante. Algo bien difícil y sólo al alcance de algunos privilegiados en esta sociedad tan despótica, cruel y competitiva. «Carmen Alborch supo demostrar que el carácter no es negociable y esa fue su lección más sobresaliente», escribió Elvira Lindo en un artículo necrológico en octubre de 2018. Con ese carácter y con su sonrisa nos quedamos. Hasta siempre, Carmen.