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Lucía Etxebarria

REFLEXIONES

Lucía Etxebarria

La noche de los muertos

Mi padre falleció cuando yo tenía 35 años. Entonces no creí que fuera algo excepcional. Cosas de la vida, pensé. Mucha gente pierde a su padre. Solo poco a poco me di cuenta de que, en mi grupo de amigos, de colegas de trabajo o incluso de conocidos yo era la única persona de mi edad que no tenía padre.

Mi padre siempre se había caracterizado por su ausencia, no era una persona excesivamente presente en mi vida porque era un adicto al trabajo. Pero desde entonces fue un huecograbado: se definía porque no estaba allí, porque solo se veía su impronta, el vacío que había dejado

Alguien me dijo que en la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre podía contactar con mi padre si me ponía frente a un espejo a las 12 de la noche con una vela y repetía tres veces su nombre. Los lectores imaginarán lo desesperada que debía estar cuando lean que sí, que lo hice. Y se sorprenderán cuando lean que sí, que mi padre apareció en el espejo. Quizá no se sorprendan tanto cuando les cuente que, en lugar de ponerme a hablar con mi padre, que era a quien yo había convocado, pegué tal grito que me debieron escuchar hasta en la calle (y vivo en un sexto). Encendí la luz y salí de mi casa a todo correr hacia el bar de abajo, donde se celebraba una fiesta de Halloween, y me bebí tres chupitos de golpe. Aquella noche dormí en casa de una amiga, porque no me atrevía a regresar a la mía.

Habría sido más fácil optar por el sistema tradicional e ir a la tumba de mi padre a dejarle flores, pero la tumba de mi padre está a 600 kilómetros. Así que desde entonces sigo el sistema mexicano. Hago un altar con flores y la foto de mi padre, y dejo la casa bien iluminada por si acaso. Aunque este año, con la subida de la luz, no sé si me voy a poder plantear siquiera dejar las luces encendidas toda la noche.

En cualquier caso, ¿por qué nos obsesionamos con la vida después de la muerte? Creo que la respuesta es obvia. Primero, a la gran mayoría nos cuesta asumir que hemos perdido a nuestros seres queridos. Segundo, a la gran mayoría nos cuesta asumir que no somos inmortales. Creemos en otra vida porque queremos creer en ella, no porque tengamos ninguna evidencia. Por eso yo vi a mi padre en aquel espejo: porque quería verlo, a pesar del miedo que me dio.

Si te autosugestionas, si es de noche, si la vela hace reflejos y parpadea, y si tú estás esperando que aparezca determinada persona… Pues, por supuesto, aparece. Muy probablemente la imagen que yo vi en el espejo era mi propia imagen, distorsionada por el crepitar de la candela y por la imaginación. Al fin y al cabo, mi padre y yo nos parecíamos.

Mi padre se ha vuelto a aparecer muchísimas veces más, en sueños. También se aparecen amigos que murieron cuando yo era joven. Uno por sobredosis, el otro se ahogó. Uno se presentó en una sesión de ouija, y al otro me lo encontré en un taxi, justo cuando iba a subirme: allí estaba él, sonriendo.

Y si ustedes me dicen que me lo imaginé, yo les responderé con una frase de Campoamor: «En tanto yo lo crea, qué importa que lo cierto no lo sea». O con otra de Nietzsche: «No es que Dios cree al hombre, es el hombre el que crea a Dios». Nunca les negaré que es posible que yo moviera el vaso o que viera a mi amigo en el taxi porque quería verlo.

En cualquier caso, esta pasada noche muchas personas habrán salido disfrazadas a la calle con el único propósito de beber y divertirse (y, con suerte, ligar). Esas personas no son conscientes del significado profundo de la fiesta de Shamain en la cultura celta o de Todos los Santos, en la católica. Ambas se celebran el mismo día, y ambas remiten a la misma necesidad de creer en otra vida más allá de esta.

Otras personas habrán puesto altares a sus personas queridas esperando de alguna manera contactar con ellas, o habrán dejado flores en su tumba con el mismo propósito. Porque la muerte es mujer, casada y fiel con el género humano, y no existe la persona que la haya engañado.

Por eso nosotros queremos creer que la muerte es solo una guía, y que nos va a llevar de la mano a otro lugar, donde nos encontraremos con las personas que se fueron antes con ella.

Y a las que tanto echamos de menos.

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