Leo lo del accidente del Monte Orgegia, en Alicante, y pienso, me planteo, ¿para qué la caza en estos tiempos? ¿Qué sentido tiene que alguien vaya por el monte (no digamos ya por un coto vedado) y dispare contra un conejo o contra una paloma torcaz o contra una perdiz? Esa persona -ese cazador- se ha levantado, cepillado los dientes y desayunado, se ha calzado las botas, agarrado la escopeta, de cuyos cartuchos se expanden entre ciento cincuenta y doscientos perdigones por unidad, y a matar animales. Una rutina más del día.

Los partidarios de estas historias de sangre gratuita esgrimen enseguida nombres que las defienden (Miguel Delibes ya es un tópico, cosa cultural, se señala), pero a mí no me la pegan ni alzando el banderín del autor de Cinco horas con Mario. Todo eso de que la caza regula el no sé qué del exceso de especies, o lo de que el cazador es el que más ama la Naturaleza, el que mejor la cuida y esas simplezas que pretenden justificar el dolor ajeno, la muerte gratuita, la diversión absurda, no me lo trago. Puras teorías malthusianas.

La muerte es la muerte aquí y en Saturno, supongo lo de Saturno. Y el júbilo, al observar cómo cae la pieza, es un acto sin sentido carente no solo de ética sino también de estética. ¿En serio que esa súbita descarga de adrenalina a la altura de los riñones justifica la muerte por pura frivolidad de un ser vivo, ser vivo que segundos atrás aleteaba o correteaba entre la floresta?

Los defensores de esas fechorías (para mí lo son) enseguida buscan arrinconarte con binarismos elementales. Por ejemplo, a quienes les asquea la caza y todo el maltrato que se practica en este dichoso país con otros animales (gansos, toros, perros, gatos, estos no tocan hoy), ¿esos no comen carne o usan zapatos de piel o degluten pulpo? Cosas así, cosas que uno está cansado de refutarlas porque ofrecer ese argumento es inhibirse del verdadero meollo, como echar balones fuera. Es posible que en el futuro se llegue a imponer mayoritariamente una disciplina alimentaria o un tipo de vestimenta que eviten tanto sacrificio brutal de animales de la cadena trófica, no sé, pero es que ese no es el fondo del asunto. El tema es ese ejercicio lúdico que empuja a un ser humano a descerrajar uno o varios tiros a un animal indefenso que lo único que hace es intentar sobrevivir. Nada más.

Igualmente se apela a la tradición, que hay componentes genéticos que subyacen en la acción de apretar el gatillo, cierto atavismo renuente de cuando el neandertal se encaramaba a un mamut y le hacía trizas alguna parte vital hasta que este se desplomaba y se iniciaba el banquete en la tribu. Es innecesario mencionar los ritos macabros que gradualmente el ser humano ha ido superando con el paso de los años, desde la esclavitud o el derecho de pernada en el feudalismo hasta el sacrificio protocolario de las vírgenes en cada cambio de solsticio. No se trata de eso, solo se trata de reflexionar en torno a una sola palabra: piedad. Esa piedad que el cazador obvia, la aparca, y que sin embargo debería servirle de palanca para elevarse por encima de supuestas liturgias chatas, como es cargar, apuntar y disparar con una escopeta Browning o una Blaser o una Beretta 691 ante un corzo, más aún desde que los científicos se pusieron las pilas desde la Declaración de Cambridge de 2012, con Stephen Hawking a la cabeza, en la que se sostiene que en todo animal hay sustratos neurológicos y que estos son la base de la conciencia. Demos, por citar solo dos, el reconocimiento también a Peter Singer y Jesús Mosterín, quienes ya habían puesto esas picas en Flandes.

Por cierto, aún se discute si los heroicos neandertales eran cazadores o unos vulgares carroñeros como las hienas o los buitres. Añadamos que, si se apela al reflejo de la caza en el arte, si esta es para ilustrar los calendarios de la Unión Explosivos Río Tinto, apaga y vámonos. Podemos permitirnos tan dolorosa pérdida.