Varias generaciones de cinéfilos acudíamos casi con fervor religioso a sesiones de cine-clubs durante décadas. En aquellas salas, con frecuencia frías y desangeladas, tuvimos la oportunidad de ver películas que, o bien los intereses comerciales o bien la censura, nos hurtaban a nuestra curiosidad de entusiastas aficionados. En el caso de la ciudad de València y en cine-clubs como el Imagen, el Magister o el CEM descubrimos a fondo la obra de maestros españoles como Luis García-Berlanga, Carlos Saura o Basilio Martín Patino; quedamos deslumbrados por los filmes de François Truffaut, Eric Rohmer y otros artífices de la nouvelle vague francesa; o vimos con ojos ávidos películas de cinematografías lejanas que nos permitían comprender épocas y países distintos, abrir nuestros horizontes. En definitiva, aprendimos a amar el cine y a debatir sus significados y sus emociones. Aquellas agrupaciones de aficionados al cine que presentaban y discutían las películas en sesiones privadas habían nacido en París en los años veinte del pasado siglo. Llegaron a España, poco después, a través de intelectuales como el cineasta Luis Buñuel o el escritor Ramón Gómez de la Serna que organizaron en el madrileño Palacio de la Prensa el estreno de El cantor de jazz, el primer largometraje sonoro de la historia. Más tarde, con altibajos y al compás de guerras y represiones, los cine-clubs pervivieron hasta la década de los sesenta cuando las Universidades dieron un nuevo impulso al estudio del cine como la mayor manifestación artística del siglo XX. De hecho, muchos críticos, cineastas, periodistas culturales o historiadores y, por supuesto multitud de aficionados, se formaron en aquellas sesiones en aulas universitarias abiertas al público.

Pero los hábitos de ocio y consumo cultural han cambiado radicalmente desde la revolución de Internet. Por ello, poco a poco, el cine está dejando de ser un rito social y una ocasión para el debate para convertirse en un acto privado y doméstico. A partir de las plataformas digitales, de la mejora de la calidad de las series y de una oferta infinita de títulos una mayoría de espectadores prefiere ver una película desde la comodidad de su sillón favorito, solos o en reducida compañía. Así las cosas, cercanos están ya los días en los que las salas de cine quedarán limitadas a proyecciones de grandes estrenos de Hollywood en centros comerciales o a filmes minoritarios de autor en versión original. El cine intermedio, aquel que oscila entre lo comercial y lo artístico restará confinado en las pequeñas pantallas caseras. Del mismo modo las cinematografías no hegemónicas, es decir, todas salvo la de Estados Unidos tendrán enormes dificultades para abrirse paso en la jungla del mercado. No obstante, subsisten y subsistirán grupos entusiastas de buenos aficionados que no se resignan a que el cine pierda su imprescindible papel de riqueza cultural, de acicate para un debate social y de acontecimiento colectivo. He sido testigo reciente de ese admirable empeño en el cine club Luis Buñuel, de Elche, que me invitó a un coloquio sobre Luis García-Berlanga. Su labor permite, ni más ni menos, que una ciudad de 230.000 habitantes pueda disfrutar de un cine interesante y plural que vaya más allá de Supermán o La guerra de las galaxias. Por todo ello, ánimo y enhorabuena.