En Nochevieja, una de las noches más especiales del año, estuve solo, rehén de la covid, como tantas otras personas que han dado positivo durante estas Navidades. Como tantos otros ciudadanos que se encuentran ingresados en los hospitales o en las residencias de mayores. Sin padres ni hermanos, sin pareja ni amigos. Solo, contagiado e incómodo por la triste espera que supone la cuarentena.

Al principio, la noche tuvo el latido esclavo de la angustia, esa inquietud de estar perseguido por un enemigo invisible que ha vuelto a poner en jaque al mundo. Otra vez.

Pero me vestí con la elegancia que permite el desequilibrio del contagio, con los zapatos recién abetunados, y la ilusión de dar la bienvenida a un año que se antoja definitivo para controlar el virus del coronavirus.

Sin fiebre ni tos, no tenía síntomas aparentes, pero el cansancio era atroz y estaba aterido de frío, una sensación que nunca había experimentado. Mientras tanto, fuera, la noche se barnizaba con una luna clara que caía como la corteza de los eucaliptos y el piar de algún pájaro, fieles compañeros de baile en esta Nochevieja.

Sumergido en esta situación, te das cuenta de que gracias a la vacunación y el esfuerzo de los sanitarios, la covid cada vez es menos agresiva y no se convierte en una enfermedad mortal. Ese animal negro y feroz como una pantera, resollante y forzado al látigo de la vacunación ya no es un infierno en las personas inmunizadas. (Aquí puede consultar el éxito de la vacuna).

Estar alejado de las luces y de la gente me hizo perder, de momento, el mundo de vista. La soledad me llevó de golpe a un silencio apabullante, demasiado afilado para estos tiempos de tanto ruido, que hizo brotar cierta sensibilidad. Dialogué, incesante, conmigo mismo a través de un chaparrón de pensamientos. Dudaba que la vela perfumada y el cotillón que compré dieran ciertos atributos de día festivo a mi mesa. Porque seguía siendo yo mismo con mis circunstancias en un día manso, crepuscular y de cierta tristeza. (Aquí puede consultar dónde vacunarse sin cita antes y después de Nochevieja).

Al final, esa paz interior me llevó a algunas conclusiones. La primera fue que el cariño de los tuyos es indudable y nunca está sobrevalorado. Porque la maraña corpórea que supone el amor en tiempos de pandemia es fundamental. Esa vitalidad de los padres, esas charlas y esas risas con los amigos, esas noches largas con tu pareja o esos viajes tan ricos con el hermano son la bombona de oxígeno en la vida para vivir con urgencia.

El negro azabache de la noche, de una quietud deslumbrante, me hizo acordarme de todos ellos a pesar de nuestra memoria, tan blanda y débil como el fango. Después de tomar las uvas escuché ladrar a un perro en una casa cercana. Tal vez él también estaba en una situación parecida.