Creíamos que con la experiencia de la pandemia íbamos a vivir lo más duro y profundo de nuestra historia. Ésta es maestra de la vida y tiene una característica que Heráclito nos enseñó a fuego: nunca se pasa dos veces por el mismo río. Estamos sujetos a los vaivenes, a los imprevistos; sus golpes, en ocasiones, nos cogen con el pie cambiado y nos agujerea nuestro mapa interior y sentimental. Con la llegada de la pandemia vivimos la experiencia única de un confinamiento mundial. Estábamos encerrados y sólo teníamos una vía de escape una vez al día cuando salíamos a los balcones a aplaudir al personal sanitario y a todos aquellos héroes y heroínas que nos atendían detrás de una caja de un supermercado, cuerpos de policía local y nacional, Guardia Civil y Protección civil. Sus sirenas nos daban esperanza porque nos hacían sentir que no estábamos solos. Como siempre, el hambre de cambio de la historia, alimentada desde nuestra apatía e indiferencia, hizo que el romanticismo y la ola de energía de los balcones fuera desapareciendo a medida que se alumbraba el horizonte de la normalidad. ¿Qué queda de todo aquello? Fluyeron ríos de tinta en el que se decía que el mundo iba a cambiar; como si tuviera un alma propia, moldeable por arte de magia, cuando la historia sólo cambia y vira por nuestras decisiones. La historia se transforma únicamente a la merced de la variación de nuestros corazones. Somos todos y cada uno de nosotros los que tenemos que decir un sí o un no ante lo que experimentamos y vemos.

Parecía que nada tan duro como la pandemia nos iba a sorprender y a tocar. Sin embargo, por una decisión, por la lógica aplastante del poder por el poder ante cualquier circunstancia y persona que se anteponga, se nos ha presentado una guerra ante nuestras narices. Pensábamos que estábamos ante un pulso pasajero. Nuestras vidas podían continuar igual, dormitando entre serie y serie, disfrutando de temperaturas primaverales que posibilitaban el retorno de los encuentros con amistades y familiares. Pero lo que nos despertó del letargo no fue una bomba, un misil, un tanque aplastando a un coche y cómo daba marcha atrás para cerciorarse de la eliminación de su objetivo. Lo que ha activado nuestra indignación es un gesto que hacemos a diario y es la fuerza y el sentido de lo que significa un abrazo. Han dado la vuelta al mundo las imágenes en las que se ve a padres despedirse de sus hijos ante un futuro incierto. Muchos de esos abrazos serán los últimos, porque mientras las mujeres y los más pequeños buscan la frontera para salir del país, los padres, por su parte, se quedan porque, de la noche a la mañana y por la aplicación de la ley marcial, se han convertido en militares para defender a su país hasta la muerte.

Paulo Coelho dijo una vez: «Dice la tradición que cada vez que abrazamos de verdad a alguien, ganamos un día de vida». Ante tantas pandemias que estamos viviendo, no sólo la del Covid-19, sino existenciales y emocionales, la de la tristeza, la ansiedad, la depresión o la de los suicidios que ya es alarmante en personas jóvenes, deberíamos replantearnos la importancia de aquello que no le damos. Eso que creemos que siempre estará entre nosotros y con lo que contamos de forma necesaria. La lección que deberíamos sacar de esos abrazos, que podrían ser los últimos, es que lo que se tenga que hacer, que se haga, que no se posponga. Somos especialistas en mirarnos el ombligo, en medir a las otras personas con nuestras manías y perspectivas. Por el contrario, con cada abrazo nos reconfortamos, ganamos vida, porque sólo crecemos en la medida que amamos y nos aman. Ildefonso Falcones lo describe de forma magistral: «Se fundieron en un abrazo y acallaron las mil palabras que se amontonaban en sus gargantas con otros tantos besos». Las despedidas ucranianas tienen que servirnos para cerciorarse que también nos puede pasar a nosotros. Que aquello que más amamos debe ser cuidado como si de un santuario sagrado se tratara. ¡Qué lección más sencilla y hermosa!