Recuerdo hace más de treinta años, cuando estudiaba bachillerato, que casi todas las tardes iba a la biblioteca. La biblioteca era un lugar idílico. Dentro de sus pasillos, dispuestos en las estanterías, habitaban miles de libros clasificados por las distintas ramas del conocimiento. El silencio de los lectores se entremezclaba con el olor, a césped recién cortado, que desprendían los papiros y pergaminos. Allí, en la mesa del fondo junto a una ventana que daba a un patio de luces, pasaba las horas muertas leyendo a los clásicos del pensamiento. Hoy, las tornas han cambiando. La gente casi no frecuenta las bibliotecas. Y no las frecuenta, queridísimos amigos, porque han sido sustituidas por Internet. Los buscadores, como Google, se han convertido en las salas bibliográficas del ayer. A golpe de clic, los estudiantes obtienen la información que necesitan, sin necesidad de desplazamientos. Sin formar cola en el mostrador del bibliotecario. Y sin la incomodidad de devolver el libro en el plazo estipulado. El libro de papel, aunque se siga leyendo, pierde fuelle en los túneles del ahora.

Echo de menos, se lo decía el otro día a Peter, a jóvenes, y no tan jóvenes, leyendo en las paradas de metro. Casi no hay gente leyendo bajo las sombrillas de la playa. Ahora todo son móviles y tabletas. Se está perdiendo el ritual de la lectura. Se pierde, maldita sea, el libro encima de la mesita de noche. Se pierde la sensación de leer bajo el flexo del despacho. Y se pierde la sensación agradable de tener un libro entre las manos. Mucha gente huye del papel. Sin papel, muere el soporte por antonomasia del conocimiento. Mueren las cartas entre enamorados, aquellas cartas de amor donde la prosa se decoraba con metáforas y rimas. Hemos presenciado el entierro de la correspondencia entre escritores. Echo de menos las cartas mediáticas entre literatos. Se pierde la cultura del papel. Y con ella, los buzones de correos, los periódicos del quiosco y esos objetos rectángulos que todavía llamamos libros. Se nos ha colado el wasap en nuestras vidas, los diarios y las pizarras digitales. Ahora somos digitales. Fallecieron los escribas y quienes, por su buena caligrafía, cobraban por escribir a quienes no sabían las vocales del ajedrez.

Se han perdido aquellas cartas manuscritas de los tiempos olvidados. Cartas escritas despacio y con buena letra. Cartas de soldados de guerra, exiliados y desterrados. Cartas con letras capitales, besos clandestinos y mensajes encriptados. Echo de menos aquellos puntos sobre las íes. No se me olvidan los temas escritos, de su puño y letra, por don Jacinto, el profesor de latín. Eran temas ordenados. Temas encuadrados en el folio en blanco. Temas sin renglones torcidos ni palabras encogidas. Eran temas realizados con «letra de imprenta», con letras similares a las de las máquinas de escribir. Jacinto decía que el bolígrafo debía acariciar el folio. Debía fluir a lo largo y ancho del pergamino. Ya casi no existen escribas como él. La caligrafía cada vez es peor entre los adolescentes. Los jóvenes estudian delante del ordenador. Las teclas han sustituido a los bolígrafos del ayer. Y esto es el coste que debemos pagar por el progreso. Debemos pasar página al ayer como la pasábamos a aquellos libros que, noche tras noche, nos aguardaban en la mesita.