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Marta Gándara

El peligro de estar cuerda

Empecé el viernes a leer el nuevo libro de Rosa Montero, “El peligro de estar cuerda”. Tras la primera página ya quería escribir este artículo, recomendarlo en redes y regalárselo a todos mis amigos. Me contuve y seguí leyendo hasta que el domingo por la noche lo terminé. Entonces ya estaba más indecisa sobre la idea de compartirlo. Para qué querría alguien leer un libro que solo me hablaba a mí.

Entiendo que esa suele ser la pretensión de todos los autores y muchas veces he pensado así leyendo otros libros, pero este es el definitivo. Si más personas creen lo mismo entonces quiero conocerlas, porque sin necesidad de cruzar ni media palabra con ellas, ya estoy segurísima de que habitamos en la misma cara del mundo.

Debe ser muy poderoso para un escritor teclear miedos y convertirlos en un consuelo para desconocidos, en un espejo, en una explicación. Con este libro te ríes, te asustas, piensas, y en un determinado momento desconectas de cualquier otra cosa que no sean esas páginas y te dejas llevar. Y te vas bastante lejos, viajas a sitios donde creías que no iba nadie y cuando vuelves ya no regresas del todo ni eres exactamente igual.

El libro tiene una parte de ficción muy atrevida latiendo dentro de una parte de realidad más valiente aún, pero sin duda lo más sorpresivo es que hablando de sí misma, consigue significarte a ti. “Apaga tu cabeza cuando te abraces a alguien”, dice. Cómo se puede pensar tan bonito.

Resulta aparentemente fácil juntar palabras y sin embargo algunos solo encuentran las más aburridas, palabras demasiado usadas o incluso crueles. En “Amor entre ruinas” (George Cukor, 1975), Laurence Olivier diferencia dos tipos de verdad, la verdad como es contada y la verdad como es oída. Si alguno consigue oír la verdad que Rosa Montero cuenta, verá como escoge únicamente palabras buenas, y las coloca en la posición perfecta para llevarte a un lugar que conoces pero que quizás hayas enterrado.

El libro lo compré en Barcelona en pleno San Jordi y por supuesto guardé cola para que me lo firmara. Delante estaban unos padres con su hija de unos 19 años. Los tres se quedaron unos minutos hablando con Rosa tras la firma y cuando se marchaban vi que la niña lloraba. Me quedé mirándola y sonriendo con ternura como si fuese a decirle un montón de cosas, aunque no lo hice. Su madre debió de intuirlo porque se paró a mi lado y me dijo: “Es que…”, y se calló. Creo que tenía la intención de explicarme la emoción de su hija, pero se dio cuenta de que si yo no era capaz de entender esas lágrimas tampoco entendería una explicación.

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