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Alfons Garcia

Después de Miguel Ángel Blanco

Miguel Ángel Blanco.

Aquel fin de semana de hace 25 años me tocaba estar en la redacción. El país (lo que quiera que ese concepto entrañe) estaba con el alma en vilo. Al entrar después de la comida, las ruidosas máquinas de teletipos vomitaron el urgente, que era un papelito minúsculo con letras en mayúscula y redacción telegráfica. El cuerpo de Miguel Ángel Blanco había aparecido junto en un bosque con dos tiros en la cabeza. La amenaza de 48 horas antes se había cumplido. El pequeño milagro es que aquel joven que una semana atrás era un desconocido estaba vivo. Llegaba con un hilo de vida al hospital. Esperanza y rabia se mezclaban. La madrugada siguiente, un 13 de julio como hoy de hace 25 años, solo quedaba la ira. El espíritu de Ermua fue sobre todo una manifestación de unidad frente a la barbarie. Aquel comando no lo sabía, pero aquel día estaba firmando el acta de defunción de una etapa negra y sórdida de nuestras vidas.

Pienso en aquellos días con un sentimiento de culpabilidad. Soy de los que se formó en universidades más ideologizadas que las de hoy, reductos de contracultura con añoranza de la revolución del 68. En el caso valenciano, revolución y nacionalismo eran sentimientos hermanados si se tiene en cuenta lo que este último representaba de liberación de un pueblo, una cultura y una lengua sometidos durante siglos. No era extraño que en el aula entrara alguno con el Gara debajo del brazo y cierto aire soberbio. La aparición en los primeros años 90 de alguna compañera que venía del País Vasco y que se había implicado en movimientos como Basta Ya fue una ruptura de esquemas. La ubicación de oprimidos y agresores no era tan clara como algunos aún sostenían (sosteníamos) desde planteamientos heredados del tardofranquismo. Para entender aquellos años, y toda la vileza que nos impregnó, la pertenencia a organizaciones pacifistas de este tipo era mejor llevarla con discreción en entornos marcadamente ‘rojos’ como las aulas de una facultad de letras.

La proximidad de la violencia gratuita de los ‘comandos itinerantes’ y, en lo personal, ver en 1992 la sangre a cien metros del aula cambió muchas cosas. Pero después de lo de Miguel Ángel Blanco ya no había vendas posibles. Un cuarto de siglo después, leo que uno de los tres del comando que ejecutó aquella operación se suicidó y los otros dos, él y ella, son pareja en una prisión y se mantienen en el sector duro de los presos que justifica la violencia. Me produce una sensación extraña pensar que de la muerte y la barbarie puede surgir también el amor.

Veinticinco años después del asesinato de Miguel Ángel Blanco y del espíritu de Ermua queda demasiada división. No hay paz auténtica si no se acaba con el estigma de vencedores y vencidos. Perdimos todos. Perdimos vidas y caímos en demasiados errores. Ganamos todos cuando —demasiado tarde— todos supimos que no había salida para la violencia. Para los que se mancharon las manos de sangre solo cabe la justicia. Ahora, antes y siempre. Para los que apoyaron social y políticamente la barbarie (herederos, se les suele llamar) se deberían borrar estigmas en aras de una convivencia real, y se debería esperar una condena sincera del terror. Eso pienso, a cientos de kilómetros de distancia, pero puedo volver a estar equivocado cuando leo que la hermana de Blanco sigue recibiendo algún insulto en Ermua, un lugar sin tumba en paz aún para Miguel Ángel. La sombra de la barbarie sigue pesando.

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