A su regreso de décadas de exilio y ya convertida en una anciana, la política republicana Victoria Kent pronunció una frase que representaba y representa el pensamiento de millones de compatriotas. «Perdonar, por supuesto; pero no olvidar». Esta sentencia, conciliadora y firme a la vez, adquiere una especial relevancia cuando en la España de hoy la mayoría de las nuevas generaciones ignora quiénes fueron Manuel Azaña, Francisco Franco, Dolores Ibárruri o Juan Negrín o incluso líderes mucho más cercanos en el tiempo como Adolfo Suárez o Felipe González. Según un reciente estudio, resulta desolador el desconocimiento y las lagunas educativas sobre la Guerra Civil o la dictadura franquista entre la población de 16 a 30 años. Así pues, vivimos en un país desmemoriado, poco respetuoso y crítico con su pasado, y a estas alturas de la democracia habría que darle la razón al escritor Juan Goytisolo cuando habló del memoricidio cometido en la Transición. Por descontado que esta gravísima carencia no cabe atribuirla sólo a los jóvenes, sino básicamente al sistema educativo, a los medios de comunicación y a las autoridades públicas. Y junto a las responsabilidades generales habría que asumir culpas individuales como la de todos aquellos profesores de Historia Contemporánea que en los institutos dedican horas y horas a las Cortes de Cádiz, importantes pero lejanas, en lugar de explicar hechos recientes que determinan mucho más quiénes somos y de dónde venimos.

Jóvenes sin memoria

En trazos gruesos los sectores conservadores (políticos, periodísticos o intelectuales) tienen poco interés en analizar el pasado. En el peor de los casos, llegan a negarse a condenar el golpe de Estado de 1936 que se sublevó contra el régimen legal y legítimo de la República y desencadenó una terrible contienda. Pero la izquierda también ha sido víctima en los últimos años de un miedo, disfrazado de prudencia, hasta el punto de que todavía estamos discutiendo sobre la necesidad de una profunda y justa ley de Memoria Democrática. Entre la notable ausencia de una transmisión familiar de la historia, mucho más acusada entre los vencedores que entre los vencidos; y la débil divulgación de nuestro convulso siglo XX, el país se queda sin barrer y sin ser explicado de un modo honesto y riguroso. Algunos historiadores, como Julián Casanova, merecen un aplauso por su empeño constante en aclarar para el gran público las claves para comprender el pasado, afrontar el presente y encarar el futuro de una democracia. Porque ya se sabe que los pueblos que ignoran su historia, están condenados a repetirla. Cabría decir también, a propósito del gremio de historiadores, que su predominante obsesión por el academicismo les ha llevado a alejarse de sus jóvenes estudiantes. Tres cuartos de lo mismo podríamos afirmar de los medios de comunicación o de la clase política que no suelen abordar con rigor y sin sectarismos las enseñanzas de la historia. Este terrible memoricidio, que nos mutila como sociedad, afecta también a la cultura. El popular actor y director Santiago Segura suele relatar que, en sus charlas con alumnos universitarios de cine, pregunta cuántos conocen la obra de Luis Buñuel o de Luis García-Berlanga. Apenas unos pocos levantan la mano. Una vergüenza.