El mirador

Agoreros

Miguel Herráez

Miguel Herráez

Los hay, se multiplican en grupo, disfrutan. Cualquier excusa es bien recibida y asumida, si les sirve para cimentar su juicio protagónico. No hablo de las personas que sostienen un criterio y lo avalan con datos, me refiero a los que desempeñan, y algunos viven, de la profesión de agorero. No gafes, eso es otro cantar.

Los hay en la publicidad, en esos anuncios dramatizados en los que dos personas se encuentran en el portal del edificio y una le comenta a la otra que a la vecina del quinto le han entrado los ladrones, por lo que se va a instalar una alarma que es capaz, como en aquella película de Tom Cruise, de anticiparse al delito. ¿Cómo? Luego lo cuenta una voz en off: menuda chorrada de explicación. Uno se imagina que la empresa en cuestión dispone de rayos láser premonitorios o un aparatito mágico, y resulta que el equipo de prevención consiste en una cámara dirigida hacia el jardín de la casa, la cual permite visualizar al ladrón, con verdugo y ganzúa, avanzando con sigilo hacia la propiedad ajena.

Hubo agoreros en el mes de mayo, quienes, antes del comienzo de las vacaciones estivales, anunciaban poco menos que el apocalipsis para el otoño. Es verdad que había causas (guerra en Ucrania, inflación, hidrocarburos con el precio al alza), pero para sopesarlas no era necesario la preclara mente del mejor economista, casi todos éramos conscientes. Ocurre que aquellos economistas, como en la mayoría de los casos, sirven para analizar el suceso ya pasado, no para prevenirlo. A partir de septiembre, el mundo desaparecería. En concreto, España, si los comentaristas provenían de los de siempre. Y aquí seguimos. Hay agoreros en las recientes cenas navideñas, en especial las que acontecen en familia, pues en las de empresa el tema de lo que para el agorero es salud y para otros (ahí me incluyo) es enfermedad se diluye, quizá porque se quiere que esa sea una noche loca. Pero, como digo, si hay confianza se pone sobre el tapete: que si las cardiopatías, que si los tumores, que si los signos prostáticos y los inevitables ictus, una especie de pangea patológica sin fin.

Yo, que soy hipocondríaco amateur, conforme el hablante de turno mastica langostinos o desmenuza rodaballo, al tiempo que va soltando cuerda y más cuerda y va empleando palabras connotativas con terapias, con referencias a casos que ha verificado por Internet o con un primo suyo que sufrió cáncer a partir de un lunar que pensaba que era inofensivo, voy metabolizando en completo silencio los síntomas que, receta a receta, dicta bajo la atenta mirada de los demás, voy notando el desajuste entre la sístole y la diástole (en verdad un pinchazo pasajero en el tórax, me digo, tranquilo), creo que se me paraliza el pie derecho (en realidad se me ha dormido, me digo, tranquilo), percibo que pierdo la visión de uno de los ojos (no, solo es el cristal de la gafas, que se ha ensuciado, me digo, tranquilo) y creo que no voy a sobrevivir al postre.

Sería negacionista por mi parte sugerir que no hay que hacerse revisiones médicas periódicas. Hay que hacerlas. Pero, agoreros del mundo, por favor, no exploten el tema del covid reimpulsado en China. Ya hemos tenido bastante. Trátenlo en su justa medida.