La dos

El oso perjudicoso

Tonino Guitian

Tonino Guitian

El siglo XX ya instauró la fealdad y lo raro como deseable. El personaje del desfile más celebrado por el público en la Cabalgata de Cádiz es un oso polar de peluche que, por empecinamiento, desfiló con el cuello roto y la cabeza colgando. Este año lo hizo con collarín. Podría haber sido algo vergonzoso, pero no: la gente conectó con este espectáculo grotesco, placentero por desordenado y por saltarse las reglas, que exhibió ante los niños la divertida realidad no explícita de que los osos y los reyes magos son de mentira y, aunque sea muy sagrado, todo es una broma chusca.

Ya sé que aun estamos en la resaca de la Navidad y del año nuevo pero el siglo XXI ya nos está preparando paso a paso para que celebremos una entretenida destrucción de todo lo conocido a modo de espectáculo. Hay hordas que esperan que todo quede torcido, entre risas, porque no hay nada que tenga lógica para las naciones ni cuestión vital que esté en manos de sus ciudadanos. Nos salta a la vista que las instituciones de las que dependemos son disfraces de oso o de rey con regalos que, tras diversos golpes de gracia y animados por alguien contratado como relleno, caminan sin darse cuenta de que les cuelga la cabeza sonriente por un lado y han perdido la motivación para mantener el tipo.

Pues ánimo, que nos tenemos que empezar a acostumbrar porque en mayo será peor, o lo que es aún peor que peor: lo mismo. Venga a nosotros la flema inglesa. ¿Que la gente sale a la calle con la ropa interior en la cabeza? Cada quien tiene sus costumbres. ¿Que pintan las fachadas de las casas de color plateado? Luego le añadimos al edificio una máscara para que evite el deslumbramiento. Nos tenemos que volver indiferentes porque nos vamos haciendo viejos y no estamos para perder más tiempo intentando capear el temporal. Hagamos como todos, dejémonos llevar, que no nos suba la tensión. No hay viento favorable para el barco que no sabe dónde va, dijo Séneca. Tampoco nos quedemos en el recurso fácil de las instituciones. También están los ciudadanos, los patriotas, los que se prestan a servir a los demás. Ese famoso pueblo, el soberano imaginario, ya no es la unión de personas de condición similar que aspiran al bien común cantando un himno de fraternidad. El pueblo de hoy es un maricón el último, un a quién le importa, un quiero ser millonario a los veinte, un quiero jubilarme.

La obtención de la satisfacción, que no de la felicidad, es una tiranía que se enseña a los niños en la casa con bondad y se permite en la escuela, igual que antes se aprendían de padres y maestros las necesarias lecciones de hipocresía social para integrarse. Hoy ya no es necesario adaptarse y ser respetuoso con el vecino siguiendo una serie de normas: son los vecinos los que tienen que ser respetuosos con nuestras libertades y adaptarse a ellas. Esta nueva costumbre me resulta muy parecida a la representación tradicional de un manicomio: en una esquina está la que se cree una marquesa, en una mesa el que vaticina el fin del mundo, allí el que está convencido de que es una tetera y, presidiendo, un pretendido Napoleón. Todos felices mientras se les siga la corriente y les permitan tomar el Capitolio con cuernos o construir un colosal museo de Ciencias sin escalera de incendios. No tiene sentido elegir un presidente de forma democrática, porque el desarrollo económico sólo puede lograrse a través de un periodo de totalitarismo, estabilidad y orden. Y la espera del anhelado progreso social y político puede ser tan real como provisional iba a ser la estación de tren de Joaquín Sorolla. Nuevas tiranías disfrazadas de oso que se imponen más allá de la prudente racionalidad.

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