Mestalla, el jardín de Nino Bravo

Nino Bravo, en una foto de archivo.

Nino Bravo, en una foto de archivo.

Vicent Chilet

Vicent Chilet

No tengo dudas, pero es que además empiezo a coleccionar muchas pruebas. De esta colina no me baja nadie. En la coincidencia del centenario de Mestalla con el 50 aniversario de la muerte de Nino Bravo hay un mensaje, un guiño, un balón despejado en la frontal que sabes que será acunado con el pecho por Fernando Gómez Colomer, antes de ejecutar una volea directa a la escuadra. Hay una evidencia feliz que pide ser cantada a coro, protegida entre el eco vertical del estadio. Hay dos símbolos de eternidad preparados para interactuar y crear un instante de magia tan puro que es una pena que no haya sucedido antes. Si hay un autor que convoque en los valencianos una unanimidad intergeneracional, de forma natural, espontánea y sin modas ni imposiciones industriales, es Nino Bravo. Si hay un lugar en el que celebrar esa certeza casi religiosa, ese es Mestalla, el reducto más robusto del diálogo entre la ciudad y sus comarcas, un tallo representativo muy aproximado de nuestra definición identitaria.

Y sí, las letras del Sinatra de Aielo de Malferit son antiguas y no son futboleras. Pero una colectividad no se explica necesariamente desde la necesidad de marcar otro gol. El «You’ll never walk alone», melodía de referencia mundial desde Anfield Road, es una balada romántica compuesta en los 60 por los Gerry and the Peacemakers, en pleno zambombazo beatlemaníaco. La hinchada del West Ham canta «I’m forever blowing bubbles», una canción popular norteamericana de postguerra (de la primera guerra mundial). De esa misma época es «O surdato ‘nnammurato» que interpreta en dialecto todo el estadio Maradona y la quincena de nacionalidades del vestuario del Nápoles. Los del Stoke City entonan Delilah, de Tom Jones, que relata un crimen. En béisbol, los Red Sox de Boston tararean «Sweet Caroline». Sin mencionar ninguna de ellas la existencia de una pelota, se llega a crear la atmósfera realmente trascendente en el deporte, como es el vínculo festivo de una comunidad reunida en torno a unos colores.

«No hay valenciano de la época que no recuerde qué estaba haciendo en el momento exacto que se enteró de la muerte de Nino Bravo, como los americanos con Kennedy», me cuenta Voro Contreras, erudito musical y amigo al que acudo para consultar la aprobación de esta columna. Una de las anécdotas preferidas de mis padres es que, todavía sin conocerse, acudieron al multitudinario funeral de Bravo. Un impacto trágico que perdura en el imaginario colectivo con la misma vigencia de unas canciones que tienen un componente muy parecido a la militancia futbolística: se viven con especial pasión cuando uno está lejos. Es la coordenada emocional que te reencuentra en plena saudade en un Erasmus, es el momento en el que la minoría valenciana de una boda en Galicia entra en trance cuando suena «Un beso y una flor», principal canción candidata para no caminar nunca solos, a nuestra manera, con el ligero equipaje de este tan largo viaje.

Con el valencianista Nino Bravo se acierta en un año que no se puede fallar. El centenario de Mestalla es un momento estratégico de primer orden. A fin de cuentas se trata de celebrar la importancia de un estadio lleno, como ya sucede, pero vivo y coral, una vitamina anímica desde la que se jaleará al equipo, que tendrá un provecho deportivo tangible (un mediocentro veterano también ayudaría) para reinstalar la exigencia grupal difuminada en el largo invierno moderno del club. Y con unas melodías que encajan de manera instintiva con los cánticos de grada. Es un motivo para autoafirmarnos. Es memoria y es el anhelo de la juventud eterna que resiste en la voz de su autor. Son nuestros padres, nosotros y los murciélagos que vendrán. Es una verdad. Mestalla es el jardín de Nino Bravo, siempre lo fue.