VITA DA MEDIANO

Manual de supervivencia

Vicent Chilet

Vicent Chilet

El amigo Enrique Ballester me comentaba que una de las cosas que había aprendido, como hincha y periodista, de los siete años del Castellón en Tercera y la casi desaparición del club fue la necesidad de «relativizar el fútbol». «Lo del Valencia tiene una pinta que aconsejo empezar pronto a relativizar», añadía. La conversación no tuvo lugar siendo antepenúltimos después de caer en Getafe, sino en noviembre de 2020, cuando el meteorito que hoy amenaza con la extinción de la entidad era un punto en el cielo del que bromeaban los negacionistas afectos al régimen, en su cómoda invisibilidad mediocre de media tabla. La Youth Policy reduciría el aerolito a simple arenilla en suspensión, una vez entrase en contacto con la atmósfera de Mestalla. Vender el desmantelamiento chapucero de un proyecto con un pretencioso nombre en inglés era un insulto para el club que en 1999 (por no ponernos muy arqueológicos) inventó la fórmula extraordinaria con la que se podía tumbar a los ricos de cuna de medio continente.

Relativizar va a ser jodido, aunque la toma de distancia se hace necesaria para identificar las teclas correctas y escapar con vida del laberinto en el que Lim ha atrapado un siglo de fútbol y tradición. En esta fase del desastre, el insomnio posterior a cada derrota se está convirtiendo en el momento idóneo, o más bien inevitable, para tratar de masticar y digerir la caída libre. Para comprender, poner en orden y encapsular todo lo que supone el desplome de un club que es la entidad cívica más representativa de este territorio. Una institución que trasciende al fútbol, pero que ha despreciado todos los códigos futbolísticos en los que arraiga un sentimiento comunitario.

Y así, entrada la medianoche, y mientras se suceden capítulos de «Doctor en Alaska», la cabeza da vueltas a todo lo que queda por ver y sufrir en 16 jornadas. Es así como planeo algo parecido a un Manual de Supervivencia. Una reflexión improvisada, caótica como este mismo artículo, en la que intento convencerme de que las propiedades religiosas del efecto Mestalla, con 45.000 voces entregadas, deben ser suficientes para desviar esta vez la trayectoria del meteorito. También pienso en el liderazgo sereno de Rubén Baraja, en su capacidad de sentir el hierro sin que al mismo tiempo se le nuble la mente con toda esta tormenta visceral que nos sacude. Pienso en soluciones extremas, en el Pipo agitando el árbol y rebuscando en el Mestalleta esculpido por Angulo, como hiciera Héctor Núñez tras la debacle de Karlsruher de 1993. Entonces, Mendieta, Diego Ribera, Matías Rubio, Fran, Benito y Pellicer, reclutados de una tacada, oxigenaron a un equipo en shock. Pienso en que la presión social será la que active los resortes políticos y financieros de la reversión accionarial. Pienso en que en mitad del desplome no se está reconfigurando para la 23/24 ningún plan con veteranos y currantes a coste cero, tan válido para no pasar apuros como para armar un bloque que ataque el ascenso. Pienso en desterrar el exotismo autolesivo de preparar desplazamientos del año que viene a estadios nunca visitados. Para aventuras «auténticas» ya está el exhibicionismo de las vacaciones en Instagram. Sobre todo pienso en que mi padre no merece volver a padecer un descenso, ni Mestalla un centenario triste. Pienso en la humildad colectiva perdida por el camino y que nos llevó exhaustos a caer arrodillados ante Lim. Y que los partidos históricos de mi club ya no definen el presente, pero sí es posible revisarlos como quien regresa a la belleza del cine clásico, con diálogos recitados de memoria. Pienso también en emigrar a Alaska, si es cierto que resisten pueblos con bares no franquiciados, ferias del condado y renos paseándose por las avenidas. Pienso en que Ballester tiene toda la razón y que habrá que aprender desde ya a relativizar.