EL MIRADOR

Vall digna

Salvador Máñez Aliño

En una ocasión, mi padre, funcionario del lnstituto Geográfico y Catastral en la calle Navellos del Cap i Casal, me llevó con cierta devoción el vecino Portal de Valldigna. Supongo que sería para que yo pudiera apreciar pictóricamente un acontecimiento que, como tantos otros, nos hablan de insigne Regne de València, y que para el caso en cuestión se refiere a la querida Valldigna, en el extremo norte de La Safor. En la toponimia valenciana, la palabra vall es a menudo reminiscente de lugares hermosos, y en ocasiones idealizados. Suele referirse, desde la antigüedad, a espacios habitables con algo de tierra de cultivo y corrientes de agua; puntos de reunión familiar y social. Nos vendrían a la mente nombre tan elocuentes como La Vall d’Uixó o La Vall de Tavernes, conocidas en sus comarcas simplemente como La Vall.

Pues bien, parece que nuestra gran Vall valenciana -física y humana- no pasa por sus mejores momentos en cuanto a la dignidad, o al menos a en cuanto a su reconocimiento en el ámbito estatal. Dejando momentáneamente los aspectos de contenido económico, cuya relevancia todos conocemos, sería oportuno en este justo momento referirse a la recuperación constitucional de la potestad legislativa de la Comunitat Valenciana en materia de derecho civil. Nos enfrentamos a una especie de muro -edificado con materiales de derribo- vigilado por algunos gobernantes y legisladores, cuya cortedad de miras creo que es bien patente.

¿Acaso la portavoz del principal grupo de la oposición en el Congreso y el ministro de la Presidencia, se bastan por sí mismos, o por elevación, sus superiores jerárquicos, para dar carpetazo a la iniciativa de reforma constitucional, emparejada a la del artículo 49 de la Constitución? ¿Acaso pueden osar cerrar la puerta, sin estudio alguno, a una propuesta de Les Corts Valencianes, avalada por la práctica totalidad de los municipios valencianos? Aunque la respuesta es, evidentemente, negativa, lo cierto es que en ese punto fáctico estamos al día de la fecha.

¿Acaso puede nuestra sociedad permanecer impávida ante la duradera y actualizada usurpación de nuestro derecho civil propio, obviando nuestro estatuto -ley orgánica estatal- nunca tachado de inconstitucionalidad, como sí que lo han sido sus leyes derivadas específicas en la materia? ¿Acaso no estamos legitimados los valencianos para proponer una reforma constitucional técnica para salir del impasse que sufre nuestro derecho de familia? Ha llegado el momento, por dignidad y por responsabilidad, de exigir la devolución de la capacidad legislativa a nuestras Corts, como la tienen otras comunidades que con mayor o menor propiedad podríamos llamar forales. Visto y analizado hasta la saciedad que nuestra comunidad tiene iguales -cuando no mejores- argumentos histórico-jurídicos que aquellas, se ha de decir con toda claridad que ha llegado el momento del Diguem no.

Tal vez se oponga por algunos, tildando de anacrónica o «histórica» nuestra pretensión con ánimo de descalificarla, o al menos desconectarla de la Constitución. Sin embargo, la carta magna española tiene de hecho un fuerte sesgo historicista, por mucho que se quiera ocultar. Lo tiene cuando consagra una dinastía reinante, o unos derechos territoriales preconstitucionales; cuando reconoce antiguos estatutos autonómicos republicanos, o habla de la denominación de las comunidades autónomas; cuando otorga carta de naturaleza exclusiva a la provincia como partícula generadora de entes autonómicos; y, por fin, cuando da carta de naturaleza foral a las compilaciones civiles de la etapa franquista, sin decirlo explícitamente.

Tampoco es cuestión de caer en el sugerente lazo de que, como españoles, debemos intentar converger en un único derecho civil o derecho «de todos», ya que en términos generales, el derecho privado común al que estamos sujetos no responde a una arquitectura racional que compaginara versiones puntualmente diversas procedentes de las reglas y costumbres de diversos territorios. Más bien consiste en la extensión -o asimilación generalizada del derecho castellano, salvando lo salvable.

Es necesario, en mi opinión, que los dirigentes de los partidos mayoritarios den señales de vida, de vida útil para sus representados, de vida lúcida respecto a una sociedad que, aunque tradicionalmente pacífica en sus reivindicaciones frente al Estado -o quizás por ello, precisamente-, no ve recompensada su lealtad ni siquiera con gestos, como sería el reconocimiento del derecho histórico. Insistamos en que no se trata de la restauración de los Furs, sino de la actualización en el marco constitucional de la potestad legislativa de Les Corts, como es justo y, desde luego, perfectamente factible.