El mirador

La calle está habitada

Elena Vecino

Elena Vecino

Por aquéllas que la transitan, por aquéllos que la dibujan, por aquéllas que la sueñan; la calle está habitada, pero de diferentes maneras. Es el escenario que engloba la vida de las personas, las decisiones, las oportunidades, los derechos (y sus vulneraciones). Conversaciones, acciones, emociones. La calle es el ejemplo perfecto de que somos sociedad y, como tal, compartimos un espacio habitado.

Un mismo lugar es percibido y utilizado de tantas maneras distintas que podríamos decir que un espacio físico es en realidad infinidad de lugares. Muchas veces me imagino recorriendo la ciudad en un cuerpo que no es el mío; me imagino hombre, me imagino niña, me imagino negra, me imagino en silla de ruedas, me imagino pobre. Y, desde ahí, comprendo mi privilegio y puedo entender la calle como el escenario que debe satisfacer los derechos humanos.

En ese ejercicio de imaginar una vida distinta a la mía, pienso en mi infancia. He crecido en una buena familia, he ido a un buen colegio, he tenido muchas oportunidades para desarrollarme en lo que soy ahora. La calle para mí eran largos paseos al sol, juegos en el parque, recorrer la ciudad en bicicleta. Pero entonces pienso, ¿cómo sería ahora mi vida si en esa época que recuerdo con tanto amor, no hubiera ido al colegio, crecido en una familia estructurada o, directamente, hubiera sido una niña sin hogar?

Tal día como hoy se conmemora el día internacional de los niños y niñas de la calle. Gracias a informes de Unicef, sabemos que existen alrededor de 100 millones de infantes en situación de abandono en el mundo. De esta cifra hay que distinguir los menores que viven «de» la calle y los que viven en ella; el equivalente a la mitad de la población española, se encontrarían en ese segundo grupo, sin hogar ni vínculo familiar.

Aunque en España existen alrededor de 1.000 niños y niñas sin vivienda habitual, según datos de Cáritas, la mayoría de estos menores que luchan por la supervivencia se encuentra en países del Sur global.

Si nos vamos a los suburbios de Nairobi, Kenia, nos encontramos con una población mayoritariamente juvenil. Estos niños y niñas, provenientes de familias en riesgo de exclusión social, si no en situación de orfandad, recorren las calles de la ciudad en búsqueda de algo que comer. En muchas ocasiones se vuelve más factible conseguir pegamento para esnifar que comida. En sus propias palabras, esnifar hace que se te olvide que tienes hambre; aunque eso te transforme en los llamados «Zombies of Nairobi». El cuerpo se bloquea y las posibilidades de sufrir abusos, aumentan.

En el caso de las niñas que habitan uno de los tugurios más grandes de África, Kibera, se estima que el 50% de las menores de 14 ha sido, por lo menos una vez, abusada sexualmente. En más ocasiones de las que mis entrañas aceptan, los violadores son familiares cercanos de la superviviente.

Sí, superviviente. No víctima, o mártir, o maltratada. La vida de las personas que han sufrido agresiones son más que la mochila que llevan a la espalda. Y es importante que así se las reconozca.

Relataba Toni Morrison al recibir el premio Nobel de Literatura que «el lenguaje opresivo hace algo más que representar la violencia: es violencia; hace más que representar los límites del conocimiento, lo limita».

Este sesgo del conocimiento, incita a una sociedad que tiende a categorizar lo que ocurre en el mundo en dos grandes sacos: «víctimas» y «culpables». No dejando espacio a nada más, lo que estamos haciendo es limitar nuestras capacidades de afrontar la complejidad que atañe la violencia, las desigualdades y las vulneraciones de los derechos fundamentales. Nos aleja de las situaciones, posicionándonos como meros espectadores sin responsabilidad alguna para con las personas con las que cohabitamos.

La transformación necesaria de mirar nuestras calles desde posiciones comprometidas requiere de personas que sean sujetos activos frente a la realidad contemporánea, conscientes de sus privilegios y con conciencia de sus posibilidades. Y debemos admitir que el cambio no es fácil cuando formamos parte de una sociedad que nos educa en la importancia del tener frente al ser.

Y ahí está la clave. Debemos evolucionar hacia humanidades comprometidas, no desde sus posesiones, sino desde sus entrañas. El cambio al que aspiramos es mínimo si nuestra aportación al mundo es reciclar los residuos fruto de nuestro consumo o de darle dos monedas a la persona cuyo hogar es lo que llamas calle. Esto va de sentarte con esa persona, de escuchar su voz, de humanizarla. Esto va de entender que su situación no depende directamente de sus acciones, sino casi siempre de sus oportunidades. Esto va de preguntarse qué si nuestro nivel de vida está siendo cada vez más precario, ¿qué ocurrirá con las personas que apenas pueden comer? ¿y con aquéllas que habitan en territorios a los cuáles estamos expoliando sus recursos para mantener nuestro nivel de vida?

Desde Fundación por la Justicia nos hacemos eco de esta transformación mundial y apostamos por una Educación para la Ciudadanía Global que fomente una sociedad activa, diversa y corresponsable por conseguir que la calle salvaguarde los derechos de quién la esté habitando. A través de proyectos como es el Humans Fest o formaciones sobre la Agenda 2030 y los Derechos Humanos, la Fundación promueve conciencias críticas, capacitadas y empoderadas; personas que desde su yo interior se implican con quiénes se encuentran en situación de vulnerabilidad.

Apostando por esto, confío en que llegará un día donde la calle será un satisfactor de derechos y ninguna persona tendrá que imaginarse recorrerla en un cuerpo que no le pertenece.