Periodismo y felicidad

Tonino Guitian

Tonino Guitian

Una cosa es el tan bien denominado mercado de trabajo, un toma y daca como otro cualquiera, y otra muy distinta son los oficios. Cicerón trata los oficios analizándolos desde la comparación de lo honesto con lo útil. La tradición de la honestidad es tan antigua que solo se recuerda en periodo electoral junto a palabras tan abstractas como la libertad y la felicidad. Y al ser un término femenino, puede que haya sido un constructo social, la ocurrencia de alguna tribu que se adornaba con la honestidad, así como otras ostentaban plumas de avestruz en sus tocados.

Oficios como el periodismo necesitaron honestidad en sus inicios por motivos obvios. Seguramente, este diario se fundaría después de un discurso político del Sexenio revolucionario, cuando lo mercantil respondía a lo republicano contra lo monárquico. La incipiente burguesía del XIX necesitaba los diarios para conocer hacia dónde tenían que dirigir sus peticiones al Gobierno para mejorar sus inversiones y los escritores describían el realismo social de una forma generosa. Así que la prensa promovió sin mezquindad los nuevos talentos y las nuevas corrientes literarias de la época. La honestidad se pagaba cara y no pocos escritores acababan viajando forzosamente al ostracismo o al extranjero con su talento.

Cuando se industrializó el periodismo como se industrializó la patata, el trabajo de periodista derivó en un algo romántico. Un sonido de teclas pegando contra un rodillo, ceniceros desbordantes, botellas escondidas en los ficheros, cosas que ocurrían en la mítica serie televisiva Lou Grant. Eso incluía las frustraciones y desafíos para obtener las historias. Los periodistas más jóvenes de la ficción tenían que resolver difíciles cuestiones y dilemas morales que se planteaban en su trabajo.

Me he encontrado con muchos licenciados deslumbrados por este apasionante decorado en las redacciones de programas de la televisión, donde se aprende que la fama cuesta y ahí no se viene a sufrir, sino a prosperar. En pocos días abrazaban la teoría del genial Julio Camba: el público no necesita para nada los periódicos y los periódicos no necesitan para nada a los periodistas, sino mano de obra.

En las universidades donde se estudia esta actividad profesional, la ética personal aparece tácitamente como algo anecdótico, enterrado bajo toneladas de teorías sensatas que se enseñan por trámite, y que perduran para hacer saber al prójimo, mediante un título, que no se ignoran. Algo común en todas las carreras, donde se regulan las relaciones entre un conformista y todos los demás conformistas, es decir, la negación de la inteligencia a favor de esta modernidad que va alejando al gran público de kioscos, cines, libros, música, y filosofía.

Así que la supervivencia futura de muchos profesionales dependerá de su nivel de integridad y dignidad, es decir, nos iremos al carajo y seremos suplantados por inteligencias artificiales humanas.

En vez de responder al «qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué», uno ha de responder a esa pregunta interna que se hace el lector: «¿Y a mí, qué?» ¿Por qué nos tiene que leer quien nos lee? Si existe un verdadero oficio de periodista, es el de volver a mostrar y contar historias ayudando a la sociedad a empatizar. Pero si no nos solidarizamos entre nosotros, ¿cómo no vamos a acabar reproduciendo los discursos y lenguajes oficiales e, incluso, el lenguaje de derechos humanos, que llega a ocultar los hechos detrás de términos y estadísticas difíciles de entender?

Luego está el dilema de en qué espacio realizar esta labor sin que resulte tan altruista como la de los santos y se atomice. Tenemos que hacer rituales de cierre. Tenemos que aprender cosas y también que luchar para que esto no nos robe la alegría de vivir.

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