MIRADOR

La educación patas arriba

Javier Arias Artacho

Javier Arias Artacho

El Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos de la OCDE (PISA) lleva de cabeza al sistema educativo español. La última prueba realizada en 2018 situó a nuestros alumnos por debajo de la media europea, estancados en ciencias y matemáticas. Aunque bien es cierto que los resultados son diversos según cada comunidad autónoma, la nueva ley educativa ha salido al rescate de todas ellas –a veces para cada solución tenemos un problema –. Se ha alabado el milagro económico alemán tras la segunda guerra mundial, el milagro japonés a partir de los años 60 y, dentro de algunos años, los ideólogos de esta nueva ley anhelarán que se cite el milagro educativo español, el de la LOMLOE, también llamada Ley Celaá, quien la concibió a fuerza de obcecación personal. En política, se trata de vender relatos, seguir modas –cuanto más demagógicas mejor –y, por supuesto, la educación no es una excepción. ¿Cómo superar el fracaso escolar? La magia de la narrativa, la magia del milagro educativo español radica en maquillar aprobados y pasar de curso a todo aquel que haya hecho méritos por calentar un pupitre. La ley no dice eso, obviamente, pero en la práctica está fuera de la órbita de la realidad.

La ministra heredera de este entuerto, María del Pilar Alegría –si hasta su apellido parece una ironía –lo negará todo, pero esta polémica ley ha conseguido aunar, como nunca, a la inmensa mayoría del profesorado de la escuela pública y concertada: aquellos que pisan las aulas y las conocen de verdad, aquellos que intuyen que estamos cimentado una sociedad de vagos con título y una élite de excelencia que se formará en centros exclusivos.

Nuestro nuevo sistema educativo idolatra dioses de barro, una Meca deslegitimada por la realidad, pero que contiene la música del relato y la propaganda hueca. El primer mito es el de la tierra prometida nórdica, el milagro educativo finlandés, cuyo éxito arranca en la segunda mitad del siglo XX con una sociedad conjurada para progresar con sacrificio en todos sus ámbitos, incluida la educación. El secreto entonces fue el esfuerzo. Sin embargo, a partir de 2001, su sistema educativo se lanzó a la aventura y los cantos de sirena de la relajación evaluativa, la autonomía del alumnado para aprender a su aire y el trabajo basado en proyectos, grupos cooperativos y otras brevas. Una década después, los resultados finlandeses cayeron en picado. Gabriel Heller Sahlgren, director de investigación del Centre for Education Economics, asegura que el éxito finlandés no fue consecuencia de sus reformas educativas recientes, sino a pesar de ellas, fruto de la inercia del modelo anterior. No obstante, Finlandia ya formaba parte de un mito y múltiples proyectos educativos y gurús oportunistas nacieron a su albur vendiendo la panacea de un modelo con muchas dudas y, lo más importante, sin evaluaciones objetivas en los centros que se lanzaron a ello.

Muchos colegios concertados cabalgaron a lomos de esta «innovación» como un Cid Campeador en su última batalla. Habían recibido las tablas de la ley en el Sinaí de la enseñanza: la teoría de las inteligencias múltiples propuesta por Howard Gardner en los 80, aunque deslegitimada por la comunidad científica por carecer de ninguna constatación empírica, fue mano de santo para todo. Sin embargo, el modelo era música celestial para gurús e innovadores de despacho. Vender la existencia de diferentes inteligencias –sin tener certeza ninguna –implicaba que todos eran talentosos de una u otra manera, una narrativa tan popular y dulzona como una balada al atardecer.

Esta es la sabiduría de la que parte nuestro nuevo modelo educativo, la LOMLOE, donde el fracaso escolar será algo extraordinario porque el docente se encargará de conseguir que el alumnado sea feliz y desarrolle todas sus inteligencias de una manera cuasi mágica, derribando los tabiques educativos tradicionales, como en Finlandia, y lidiando con una evaluación competencial que parece un galimatías destinado a amargar a un profesorado abnegado y callado: sin límite de suspensos, sin notas frustrantes y clases numerosas con diversas realidades educativas para un único profesor en el aula. En ellas, el alumnado en modo ratoncillos de biblioteca hipermotivados se lanzan a la aventura del saber como protagonistas del aprendizaje. No nos confundamos, no se trata del clásico de Lewis Carrol Alicia en el país de las maravillas, sino del sustrato de la nueva ley educativa. Y es con esta banda sonora que la Conselleria de Educación valenciana está impulsando los «ámbitos», de tal forma que nuestro alumnado juegue a resolver problemas entre diferentes asignaturas a la vez y de una forma emprendedora, lo que en la práctica se traduce en una formación light, apta para aquellos que desconocen el esfuerzo, los que nadan en ella como pez en el agua.

Sería una necedad no reconocer la necesidad de impulsar nuevas estrategias y herramientas requeridas por el aula del siglo XXI. Es urgente hacerlo y, desde mi experiencia, creo que todo suma, según el contexto y las necesidades específicas de un aula. Sin embargo, los nuevos recursos no deberían implicar el abandono de lo que ha funcionado siempre, aquello que han estigmatizado con la etiqueta de «lo tradicional», pero que, en esencia, está despuntando en los modelos educativos más potentes a nivel mundial, como China, Japón o Estonia, entre muchos otros. No hay un manual educativo que sirva para todas las regiones por igual, ni ningún modelo que sea perfecto, pero es necesario retomar la senda de la responsabilidad y del esfuerzo como elementos esenciales del currículum. El papel y las leyes lo soportan todo, pero jugar a ser finlandeses y evaluar por competencias arbitrarias y subjetivas solo nos aboca, en la mayoría de los casos, a un bajo rendimiento académico dentro de aulas masificadas y llenas de especificidades «inclusivas».

La ideología o la buena voluntad nunca pueden estar alejadas de la realidad y nuestro profesorado reniega como nunca. Muchos de nosotros constatamos una evidencia: que el traje del rey no existe, porque el rey… está desnudo.