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El memorial de Santa Elena

Javier Paniagua

Javier Paniagua

Cuando Napoleón perdió la decisiva batalla de Waterloo en junio de 1815 los ingleses decidieron confinarlo en una isla con nulas posibilidades de escapar, Santa Elena. Se había fugado de la isla de Elba, recompuesto su gobierno, expulsado a Luis XVIII y reestructurado su ejército. Su libertad duró 100 días hasta su derrota. Fue trasladado a Santa Elena en un barco de la Armada Británica, el Northumberland, aunque él prefería que lo extraditaran a América donde vivía su hermano José, que había sido Rey de España. Estaba situada en medio del Atlántico, frente a Angola, a 8.000 km de Francia. Una superficie de 122 km2, de origen volcánico. De clima tropical, azotada por los vientos alisios, no era un lugar muy salubre para vivir por la constante humedad y las plagas de roedores y mosquitos. En el siglo XVII fue adquirida por la Compañía inglesa de las Islas Orientales y se estableció una pequeña guarnición militar. Fue escala de paso en los viajes a la India hasta que se construyó el canal de Suez. Napoleón III, su sobrino, adquirió diversas dependencias y la pequeña mansión de Longwood, donde estuvo confinado Napoleón. Actualmente vive principalmente del turismo, y su mayor atractivo es recorrer los parajes donde transcurrieron los últimos cinco años y medio de la vida del emperador que murió un 5 de mayo de 1821, y según la leyenda fue envenenado con arsénico. Sus restos fueron expatriados a Francia durante el reinado de Luis Felipe. No fue fácil la vida del emperador, hostigado por el gobernador británico que periódicamente enviaba soldados a vigilar la casa y censuraba su correspondencia. Sin embargo, no estuvo solo y mantuvo la compañía de algunos de sus fieles seguidores, los llamados «cuatro Evangelistas»: el mariscal Bertrand, el general Gourgaud, el general Montholon y su mujer (con la que coquetearía, más allá de las palabras y gestos, el Emperador), su ayuda de cámara Marchand, el mameluco y criado Louis-Etienne Saint-Denis y el aristócrata Conde Emmanuel de las Cases, consejero de Estado y chambelán, que redactó El Memorial de Santa Elena, basado en sus conversaciones con Napoleón y le ayudó a escribir sus memorias.

De las Cases fue expulsado de Santa Elena por el gobernador británico, acusado de escribir supuestas cartas de conspiración enviadas a Europa, y así poder abandonar la isla. Se llevó una parte de las notas recopiladas, pero no El Memorial, que le fue incautado. Fue publicado en 1823, al devolverle los ingleses la documentación a la muerte de Napoleón. Se editaron más de 44.000 ejemplares en cinco años, lo que sirvió para agigantar la figura del Emperador, deteriorada después de Waterloo, y crear una leyenda que ha durado hasta nuestros días pese a que muchos historiadores han discutido su contenido e incluso la manipulación por los ingleses. En las escuelas francesas se leía el texto y se ensalzaban las hazañas napoleónicas, mientras que en las inglesas era vituperado como el gran enemigo de Gran Bretaña.

Es difícil encontrar en la Historia Contemporánea dirigentes que, a pesar de la derrota o de sus trayectorias, se vieran acompañados en parajes no muy agradables con los que había convivido y admirado en su época de esplendor. Cuando Harry. S. Truman abandona la presidencia en 1953 de EE. UU., se refugia en la ciudad de Independence (Misouri) con escasos recursos, acudía todas las mañanas a comprar el pan, hasta que se dieron cuenta de su situación, porque no existía ninguna dotación establecida para los expresidentes. Muchos políticos mueren solos y abandonados, sobre todo si han perdido, esperando algunos estudios que rehabiliten sus historias pasadas. En algunos pocos casos así ocurre, como le ha pasado a Manuel Azaña, el que fuera presidente del Gobierno y presidente de la II República española. Hay cientos de memorias inéditas de antiguos dirigentes políticos por toda Europa y solo unos pocos salen del anonimato, bien porque han escrito sus memorias como personajes destacados o porque algún historiador les ha dedicado un artículo o una tesis. ¿Alguien puede recordar los primeros ministros que presidieron el gobierno de España con Alfonso XIII? Como mucho, algunos, y muy pocos, citarán al conde de Romanones (Álvaro Figueroa) o Miguel Maura, los catalanes a Cambó, los vascos a Sabino Arana, y en Valencia a Blasco Ibáñez, pero poco más. Y es que el destino de la mayoría de los políticos es el olvido, o en todo caso material primitivo de capital científico para conseguir una plaza en una Facultad de Historia o de enseñanza secundaria. Tal vez a alguna Administración Autonómica se le ocurra celebrar un centenario de alguno de ellos para demostrar que han tenido figuras ilustres en otras épocas. Pero es difícil que un libro rehabilite su memoria, a no ser que sean Napoleón o Abraham Lincoln.