Al margen

Las noches de Tefía

Ángela Labordeta

Ángela Labordeta

Hay días de ruido innecesario y otros en los que el ruido trae consigo un fervor incondicional. Hemos visto ese ruido y ese fervor en los días de la fiesta del Orgullo, que se celebró el pasado fin de semana en diferentes ciudades españolas, teniendo en Madrid su punto de referencia diría casi planetario. «Madrid impracticable», dicen algunos y seguramente no les falte razón, pero debieran sentir orgullo porque la ciudad se transforma para acoger a miles y miles de personas que quieren por unos días ser protagonistas de su lucha o simples acompañantes en la lucha que otros encabezaron por los derechos del colectivo Lgtbi. Este año ha habido ruido innecesario y ruido necesario y entre ambos ruidos hemos asistido al ruido de la libertad y al ruido de la intolerancia que sigue considerando a las personas homosexuales, transexuales, bisexuales e intersexuales enfermos que no debieran tener derechos, ni ningún tipo de reconocimiento.

Es sin duda un crimen de la historia pasada y presente el que a una persona se la pueda condenar por amar y un pecado considerar pecador a quien ama con los ojos bien abiertos y el corazón sin miedos ni ataduras, porque dicha actitud es lo más contrario al pecado que pueda existir. Hace unos días tan solo se estrenó la serie Las noches de Tefía, siendo en este caso el término Tefía el lugar del sufrimiento (campo de concentración que el franquismo creó en Canarias y utilizó para castigar a personas homosexuales y transexuales fundamentalmente) y en una necesaria huida hacia adelante es también el sitio en el que fundan el club Tindaya al que esos y esas presas huyen cada anochecer para soñar con música, luces, espectáculo y libertad. Porque hay algo que nadie puede controlar ni censurar y es la imaginación de soñarse como a cada uno le dé la gana. Hemos escuchado estos días frases que censuran y rezuman odio y otras que conviven con el respeto y se convierten en trenes con pasajeros multicolor y músicas de cualquier rincón del mundo; hemos visto estos días gestos y poses endiabladamente masculinas, de ordenada jerarquía y sin lugar para otras palabras que no sean palabras recias y acusatorias y también hemos visto palabras que declaran amor a la vida y se sumergen en lugares de mutuo entendimiento y por eso la ciudad, dicen, ha vibrado con cada beso, ha despertado en cada romance, ha aullado con cada declaración y se ha acostado cuando las luces del amanecer se disponían tanto a dar los buenos días como las buenas noches.