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Tributo a Ibáñez

Abel Ros

Abel Ros

MCorrían los años ochenta, cuando gané un concurso de cómic. Recuerdo que con las diez mil pesetas del premio, compré el “Wonder Boy”, un videojuego para mi Amstrad CPC. En aquellos años, Mortadelo y Filemón, Rompetechos y el botones Sacarino formaban parte de mi vida. Hoy, en el trastero, guardo pilastras de tebeos. Pilastras que dibujan la silueta de la caricatura histórica de nuestro país. Gracias a ellas, entendí lo complicado que resulta la crítica cuando se ejerce a golpe de viñeta. Ibáñez se convirtió en mi maestro. A través de sus historietas, aprendí a dibujar personajes de la calle. Aprendí a dibujar a Jacinto, el fontanero del pueblo. A Manuela, la amiga del chatarrero y a “Micu”, el gato del barrendero. Nunca llegué a dominar la técnica. Ni siquiera a mirar entre líneas como miraba Ibáñez. El cómic, la novela negra y el jazz siempre han sido los segundones en la industria de la cultura. Leer tebeos nunca fue un oficio de cultos sino un pasatiempo de frikis aburridos. Hoy, los cómics han quedado para nostálgicos de una época donde el humor cursaba por otros derroteros.

Treinta años después, miro la obra de Ibáñez con las gafas del sociólogo. Ya no valoro, que también, el chiste obvio de la viñeta sino la estética, o mejor dicho, el significado de aquellos personajes, nacidos en los años del Segundo Franquismo. Años del Baby Boom, del turismo en Benidorm, del retorno de emigrantes y de los tintes parisinos. Mortadelo representaba la mediocridad. Se correspondía con ese detective frustrado, que salía disfrazado – por la puerta atrás – cuando quedaba patente su falta de profesionalidad y su precario sentido común. Era, como diríamos ahora, un Sancho Panza, bonachón y alejado de los ideales de belleza. Mortadelo se podría identificar con una clase trabajadora, ridiculizada por los de arriba y, al mismo tiempo, necesaria y útil para la sociedad. Las viñetas de Ibáñez siempre reflejaban el contraste de “los de abajo” con “los de arriba”. Un contraste que se materializaba en los desplantes que recibía “el botones Sacarino” por parte del “director de ediciones”. Estamos, no nos olvidemos, ante una España eminentemente agrícola, muy analfabeta y enmarcada dentro de una dictadura. Y esto se reflejaba en los personajes de Ibáñez.

La exaltación de la torpeza, y el realismo de sus dibujos, dejaba un sabor agridulce en sus lectores. Cualquiera podía sentir el Mortadelo que transitaba por el seno de sus vidas. Ibáñez supo caricaturizar la imperfección del ser humano. Una imperfección que extrapoló a otros escenarios, tales como “13, Rue del Percebe”. Desde sus ventanas, podíamos atisbar al vecino moroso que no paga las cuotas de la comunidad, al tendero de ultramarinos que trata de engañar a sus clientas con el peso y a la cotilla portera que no deja títere con cabeza. También, en la primera planta, a la dueña de una pensión que intenta alojar más inquilinos mediante métodos de dudosa legalidad. O en la tercera, el vecino ladrón que por robar, roba hasta hipopótamos. Así, Ibáñez narraba – a través de sus viñetas – la picaresca de una sociedad descosida de puertas hacia adentro. Supo retratar el costumbrismo de la clase trabajadora. Y lo hizo desde la humildad de sus orígenes y de quien fuera botones en el Banco Español de Crédito. Hoy, España llora la muerte de Ibáñez. Nos dejó el maestro. Y nos dejó, pese al reclamo social, sin empuñar el Premio Princesa de Asturias. D.E.P.